14/03/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Julio César, en Roma, un 15 de marzo del año 44 AC, sube la escalinata del senado. Entre la multitud distingue al vidente que le tiene advertido: Líbrate de los idus de marzo. Ya han llegado los idus de marzo, le dice César. Y el vidente le responde: Han llegado, pero no han pasado. Y pocos momentos después César es acribillado a cuchilladas.

Así este cronista, ahora hace tres años ante los idus de marzo, perdiendo a la que había amado. Corría el año 2013 DC y la nevada cubría el campo. Todos los motivos para seguir viviendo en su tierra se vinieron abajo, y tuvo que regresar al exilio en el Mediterráneo. Quedarse solo en medio de la nada, abrazado con la nieve, no está al alcance de los desahuciados. Por eso, y como Antonio Machado, se dijo a sí mismo: «Con el incendio de un amor, prendido / al turbio sueño de esperanza y miedo / yo voy hacia la mar, hacia el olvido».

Es duro abandonar un sueño. Pero más duro es permanecer, medio aturdido, al lado de lo que se ha perdido para siempre. La patria es una enfermedad endémica. La muerte no es ningún atajo. Y son muchos los que se ven obligados a alejarse de aquello a lo que estaban atados. «Mi corazón está donde ha nacido / no a la vida, al amor…». escribió también Machado. La patria original se trastoca en la patria del amor y, de esa forma, se conjura la sentimental congoja.

Dice el escritor berciano Gonzalo López Alba, que vive en Madrid desde hace 40 años y que acaba de presentar su novela ‘Los años felices’ (Planeta) que él es berciano por los cuatro costados y que siempre ha tenido presente dónde están sus raíces.

Este cronista, que se suele confesar natural de ninguna parte para no ser carne de exilio en ningún caso, ya sufrió el zarpazo de los idus de marzo. La nieve es una vidente tan certera que, cuando te abraza, te consume, te aniquila, te machaca. Porque, al igual que ocurriera con Julio César en la escalinata del senado, uno se envalentona y le dice: Ya has llegado. Y ella responde: he llegado, sí; pero no he pasado.

La muerte, más taimada que la nieve, mucho más directa, mucho más malvada, nunca miente, nunca olvida, nunca falla. Te dice: te irás de aquí, de este refugio de añoranza, y tú respondes que todavía no; pero ella va y te abraza. Te señala con su alfiler dorado que luego clava en el corazón de quien está ya sentenciado. Albina, en este caso.
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