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‘Ich bin ein Berliner’

30/12/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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La Gedächtniskirche es una iglesia muy tétrica, y su plaza aún más. Todo el entorno tiene la fealdad del hormigón, la brutalidad de los edificios de la postguerra (de la II Guerra Mundial) en la época en que Alemania se reconstruía a marchas forzadas y sin mirar atrás. Cuando yo vivía en Berlín, ese era mi punto neurálgico. Se encontraba a veinte minutos en bicicleta de mi casa (o sea, cerca para Berlín, lejos para cualquier otra parte), allí tenía mi gimnasio, mi sauna, mis cines –era el epicentro de la Berlinale– también estaba cerca la estación de tren y metro Zoo, el Biergarten sobre el canal donde me tomaba mis cervezas, el centro judío (que me fascinaba y donde fui a comer muchas veces), las tiendas, los lujosos almacenes KaDeWe y era el camino más corto para llegar a la Puerta de Brandemburgo. Pasaba todos los días por esa plaza al menos un par de veces. Y de tanto pasar, le cogí cariño. Su fealdad se convirtió en parte de mi paisaje íntimo y sentimental. Esa plaza sale en mi última novela, muchas escenas tienen lugar allí. Incluso el mercadillo de navidad está ahí, en mi novela. Nunca pensé que vería esa plaza rodeada de policía, ambulancias y dolor.

Gedächtniskirche significa iglesia del memorial. El templo, levantado a finales del XIX como homenaje al kaiser Guillermo I, tenía la torre más alta de la zona y era un símbolo del orgullo nacional. En la noche de 23 de noviembre de 1943 fue bombardeado por la aviación británica. Y las ruinas ennegrecidas se mantuvieron así durante más de 13 años en uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Por fin, en 1959 se tomó la decisión de dejar la torre quebrada como recuerdo del horror de la guerra y símbolo de paz.

Hace dos años, en mi última visita a Berlín, pasé por ese mercadillo de Navidad, me tomé una Currywurst y un vaso de ese vino caliente y especiado, el Glühwein. No me gusta ni la salchicha al curry ni el vino dulce, pero me gustaba la sensación de hacer cola en el frío en medio de las casetas de madera y las risas, del kitsch y de la fealdad de esa plaza, y sentirme una berlinesa más.‘Ich bin ein Berliner’ (soy un berlinés), proclamó J. F. Kennedy en 1963 no muy lejos de aquí. Pues bien, hoy todos deberíamos sentirnos berlineses. Es una ciudad llena de cicatrices, pero yo siempre tuve la sensación de que las cicatrices se estaban cerrando a marchas forzadas. Todo caminaba hacia adelante, hacia un futuro luminoso. Y lo hacía con la energía de una ciudad abierta, acogedora con los extranjeros. Sin embargo, en esa urbe y en esa plaza tan significativa ha sucedido un horrible atentado. Espero que este dolor no haga replegarse a la ciudad hacia sí misma y reabra viejas cicatrices.
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