28/09/2019
 Actualizado a 28/09/2019
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Me viene a la memoria la imagen de Pedro Infante, borracho en la cantina, cantando esa célebre ranchera: «Y tú que te creíste el rey de todo el mundo, Y tú que nunca fuiste capaz de perdonar. Y cruel y despiadado de todo te reías. Hoy imploras cariño aunque sea por piedad».

El hombre apenas se tiene en pie. Se le ve contrito y humillado. Como que ha perdido el norte y la hegemonía. La escena reproduce un patrón que ya es recurrente. Una estampa definitoria del ser humano que a lo largo de su ya dilatada historia se ha visto destronado, ninguneado y humillado por los cuatro costados: primero Copérnico nos quitó la venda de los ojos enfangándonos en una humillación cosmológica que nos privó de reinar en el centro del universo a lomos de nuestra querida tierra que es tan solo un puntito minúsculo del sistema solar.

Luego llegó la afrenta biológica que nos reveló Darwin: somos el resultado de un proceso de selección natural y hace nada éramos poco más que primates sin pelo.

El tema se agravó cuando Freud nos echó una palada de bochorno psicológico al desentrañar parte de los secretos que alberga nuestro complejo subconsciente: los seres humanos vivimos en constante represión para no ser secuestrados por nuestras pulsiones básicas: sexualidad y agresividad.

A lo mejor por eso recurrimos, siempre que podemos, a la arena y sus componentes, yendo en busca de retozo y asueto para huir de las heridas que nos deja la conciencia de nuestra humillante pequeñez.

La arena del circo, en la que también padecieron aquellos primeros cristianos liderados por Pedro y Pablo. Pedro tenía el poder de las llaves, a Pablo le tocó la labor comercial de salir a extender el reino.

El primero castigado con la ignominiosa muerte de cruz, con el agravante de estar boca abajo. Pablo, sin embargo, fue decapitado, muerte más digna de un genuino ciudadano romano. Cuentan las malas lenguas que ambos guías tuvieron entre sí sus más y sus menos.

Disparidad de visiones y caracteres, aunque al final, en esa muerte que todo lo iguala, compartieran suerte martirial. Al fin y al cabo ambos perseguían la vida eterna.

Y mientras esto sucedía, el resto de cristianos observaba estas cosas esperando el regreso de un Mesías que les salvara de tanta humillación.

Parecía que ninguno de los dirigentes del pueblo de Dios acababa de cuajar. Menos mál que el retorno mesiánico no dependía de unas urnas.

Por cierto, faltó el cuarto costado: la humillación electoral. Pero lo mismo ahora no toca…¿o sí?
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