Humanidad

14/04/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Siempre me ha asombrado la facilidad del ser humano de mirar hacia otro lado y autoconvencerse de que todo lo que no va con él o no le afecta de manera directa, no es problema suyo. Creo que esto se agrava aún más en las grandes ciudades, donde la gente va con demasiada prisa y a lo suyo, con su teléfono, su libro o sus pensamientos. Cuento esto porque el otro día me pasó una cosa que me hizo replantearme de nuevo la poca humanidad que tenemos en ciertas ocasiones. Llego al andén del metro para ir al trabajo, como todas las mañanas. Veo que esperando hay dos personas más y una niña pequeña sentada en un banco, llorando desconsoladamente. En un primer momento pienso que está con su padre o con su madre, y que está llorando porque quizá le han reñido o algo similar. Pero en menos de un minuto me doy cuenta de que la niña está sola. Veo como la gente la mira pero nadie se acerca a ella. Finalmente me siento a su lado y le pregunto que qué le pasa. Entre lágrimas me dice que ella, su mamá y su hermana tenían que bajarse en esa parada, pero su hermana se despistó, ella se bajó del metro y cuando quisieron bajar su mamá y su hermana las puertas se cerraron. Así que Andrea, que así se llamaba, de unos seis años, se quedo sola en el andén entre sollozos. Y nadie fue capaz de acercarse a ella y ayudarla. A los 3 minutos de estar hablando con Andrea, llegó el metro y todo el mundo siguió con su rutina habitual, ¡no vaya a ser que llegasen tarde a trabajar! Le pregunté a la niña si sabía el teléfono de su madre, pero no lo sabía así que me quede con ella –que ya estaba mucho más tranquila por el simple hecho de no sentirse sola– y le dije que íbamos a esperar a que su mamá volviese y que no iba a tardar. La hermana y la madre llegaron a los 15 minutos, hechas también un mar de lagrimas y acompañadas por el personal de seguridad del metro. Quiero pensar que si no hubiese sido yo, alguien en algún momento se hubiese acercado a ayudar a Andrea. Pero igualmente en momentos así nos odio por no saber ver más allá de nuestro puñetero ombligo.
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