31/07/2020
 Actualizado a 31/07/2020
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Otra hoja que cae del calendario sin que apetezca cogerla al vuelo y guardarla con mimo entre las páginas de la memoria, aun sabiendo que quedará allí como el julio de la pandemia, aquel que cruzamos de puntillas, con el mismo recelo que un campo de minas, donde un mal paso, propio o ajeno, supone peligro. Días de los que apetece sacudir las migas de tanta incertidumbre, temores y palabras asfixiantes como virus, brote, rebrote, botellón, responsabilidad… irresponsabilidad.

Al hilo de esto, escrito el «día de la amistad» apetece mencionar a unos niños que hace medio siglo compartieron internado en Cistierna. Llegaron un septiembre, por goteo, desde pueblos sin escuela de las montañas leonesas. Como equipaje, maletas repletas de morriña y todo el temor y desconcierto que caben en unos ojos de seis o siete años. Pero con esa magia con que los niños hacen fácil lo difícil, unieron miedos, hicieron masa y cruzaron juntos una infancia invertida, en la que la familia era lo esporádico y el internado, su casa. Escuela Hogar se llamaba. Burlaron aquel confinamiento llevando sus pequeños mundos y tanto los mezclaron que las merinas de Salamón pastaban la nieve de Isoba, el aire de Carande acariciaba el trigo de Villaselán y las peñas de Valdeón se besaban con las de Peñacorada. Los de Las Muñecas y Caminayo empataban en número de hermanos, los de Ocejo y Villalmonte se llamaban primos y los de la zona de La Ercina ganaban por goleada. Y al asomar el verano, corrían al abrazo de sus casas, regresando cada otoño con unos centímetros más, las rodillas descalabradas, un hermano pequeño de la mano y en la maleta, la adolescencia asomando. Años compartiendo dormitorio, disciplina, merienda y sarampión. Y también castigos porque allí, cada acto individual tenía consecuencias colectivas y aprendieron que para convivir, pensar en uno mismo, no es opción.

Ahora que tanto dependemos unos de otros y ante los que actúan como cabestros al abrirse los toriles, confundiendo libertad con atropello, creyendo que el mundo empieza y acaba en ellos mismos, es inevitable valorar a aquellos niños, apodados los Huerfanitos, sin serlo, que aprendieron a leer y convivir al mismo tiempo y sobrevivieron a una infancia confinada porque supieron hacer equipo. Cuando uno oye que la amistad es una utopía, sonríe pensando en ellos. Porque cuando la edad les alcanzó, los Huerfanitos no supieron romper el lazo que unió sus vidas y medio siglo después, te siguen despertando cada día.

¿Amistad? Amistad es eso.
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