Imagen Juan María García Campal

Hoy mejor no me lea

27/12/2017
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Igual le agrio, amargar no quisiera, el día de mañana, el de los inocentes. Pero es que, sin entrar en la certeza histórica o no de la matanza de los niños menores de dos años ordenada por el rey Herodes allá cuando fuese, y a pesar de la simplista conmemoración, reducida a bromas e inocentadas, que por estos lares y antiguo imperio se hace de la misma, qué tal si hoy –ya festejados y cumplidos los ritos de temporal envaine de lenguas y metafóricos, pero hirientes, cuchillos y de exaltación de los afectos puntuales o perecederos– hablamos un poco de la inocencia y la infamia.

La una, derivada de su más propagada concepción es entendida mayormente como ingenuidad o falta de malicia, sobrevenida, y no, como acaso hubiese sido más laica y civilmente conveniente, como voluntaria y consciente rectitud de espíritu y actuación, es decir, como bondad; virtud esta que, obviando el preciso ejercicio previo de la reflexión y voluntad para su fomento y práctica, frecuentemente es tenida como algo parecido a cierto grado de idiocia y, quizá, de ahí la continua necesidad de aclarar la diferencia entre ser bueno (dicho de una persona: Simple, bonachona o chocante, que fija el DLE) y tonto. Pero claro, acaso de haberse cumplido esa civil y laica enseñanza se habrían instruido personas, ciudadanos críticos y no siervos o súbditos civiles y creyentes religiosos tan pendulares entre el valle de lágrimas o resignación y el angustioso anhelo del paraíso material; que el terrenal, de momento y aunque deteriorándose de día en noche, sobrevive. Y ahí, como entre dos morales, pasan los discursos, los hechos y los días, mirando cada cual hacia otro lado a propia conveniencia. ¡Cuánto daño nos ha hecho el ponderado patrimonio nacional de la picaresca! Por eso mañana memoraremos la inocencia y no la infamia del hecho causante.

Fomentar que así se haga tiene su razón. Recordar la infamia, la maldad o vileza en cualquier conducta o comportamiento, puede llevarnos a detectar otras muchas, ¡tantas!, públicas y privadas, cercanas y lejanas, ajenas o propias y, claro, mejor que perseveremos en el estado adormecido, acrítico y nos dejemos llevar del consabido «esto es lo que hay» y convoquemos íntimamente el «sálvese quien pueda». Esa silenciosa complicidad de la que, faltaría más, ¿somos inocentes?

Discúlpeme, pero no gozo de magia real. O vivo en otro mundo o miro el presente con otros ojos, más irritados por el presente y futuro que entrevén que por orgullos pasados. Mire que se lo dije, eh.
Lo más leído