04/06/2017
 Actualizado a 18/09/2019
Guardar
Azorín, del que este año se conmemoran los 50 de su fallecimiento, nunca fue santo especial de mi devoción en parte por su estilo literario, objetivista y falto de apasionamiento, en parte por su evolución ideológica, que le llevó del anarquismo inicial de su juventud al conservadurismo filofranquista de su madurez, pero me reencontré con él hace un par de años al releer su famosa ‘Ruta de don Quijote’ para cumplir el encargo que recibí del periódico El País de recorrer los territorios quijotescos y escribir una serie de crónicas a semejanza de lo que Azorín hizo para El Imparcial cien años atrás. Para hablar de los dos libros –‘La ruta de don Quijote’, en el que Azorín recogió sus crónicas, y ‘El viaje de don Quijote’, en el que yo hice lo propio con las mías siguiendo su ejemplo– visité esta semana Monóvar, el pueblo del escritor, y pude conocer su paisaje materno (todos tenemos un paisaje materno como tenemos un lenguaje materno, que es en el que aprendimos a ver el mundo) y la casa en la que vivió, hoy convertida en museo y en la que se pueden ver los muebles y pertenencias del escritor, así como su gran biblioteca, que hizo llevar de Madrid antes de morir. Como recuerdo de mi visita, el director de la casa-museo me regaló una edición especial de ‘España’, una de las numerosas obras en las que Azorín recogió sus impresiones viajeras publicadas antes en la prensa.

En el tren que me devolvía a Madrid, al día siguiente, abrí el librito al azar y, casualidad o no, lo hice por el capítulo que Azorín dedicó a León y que tituló muy en su estilo nada pagado ni enfático ‘Horas en León’. El capitulito (apenas tres hojas) narra sus devaneos por la ciudad que a principios del siglo XX era en palabras de Azorín «vetusta y gloriosa» y en la que se respiraba «el espíritu de la antigua España». Habla también Azorín de calles «con nombres castizos» (Barillas, Cazalería, Cardiles, Plegaria) y de portales y tiendecillas «sobre los que campean rótulos en que leéis apellidos que no os dicen nada y que os sugieren un mundo de cosas imprecisas y remotas». Azorín callejea por León, se maravilla ante la catedral y se extasía ante «una ancha plazuela solitaria» en la que desemboca en su devaneo y «entre cuyos guijos menudos, que forman el piso de la plaza, crece la hierba clara». En la del Conde Luna, entonces sin el impositivo edificio del mercado aún, dice haber experimentado la mayor sensación de soledad y sosiego que ha sentiddo nunca. El relato termina con el encuentro casual en el suelo de una tarjeta que la abadesa de las Concepcionistas, de nombre Sor Gabriela de la Purificación, dirige a un tal Gonzalo Puente dándole cuentas de unos gastos conventuales, lo que le da pie a Azorín para tirar del hilo de la fantasía lejos.

Al acabar de leer el texto uno tiene la impresión de que León no ha cambiado tanto desde que el escritor pasó unas horas en ella hace ya más de cien años.
Lo más leído