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Hora es de echar la vista atrás

30/01/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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Terminó 2014 y empezó 2015. Han pasado siete años desde la hecatombe constructiva (entre otras).

Siete, un número muy significado: las siete plagas de Egipto, los siete brazos de candelabro judío y hasta los siete niños de Écija, por no seguir con una lista interminable.

Tan interminable como los años que llevamos en este mundo del ladrillo y todo su entorno, que sigue hecho unos zorros.

Qué lejanos parecen aquellos tiempos en que entraba dinero a espuertas, y además barato, donde el vendedor vendía y el comprador compraba. El círculo mágico del consumismo, en el ladrillo y en todo lo demás.

Durante los ocho años, más o menos, que duró la cosa, a caballo entre Aznar y Zapatero, las subidas del precio de la vivienda se movían entre el nueve y el catorce por ciento anual. Ni más ni menos, y con él, todo lo de alrededor.

Los constructores se han forrado, era lo que se oía. Bueno, pues sí, pero en el saco había para todos: los ayuntamiento, los fabricantes, los suministradores, los oficios y, cómo no, y más que nadie, los propietarios del suelo.

Mucho se ha dicho del precio de las viviendas, pero la verdad es que, quién se ha llevado la parte del león han sido ellos, los propietarios del suelo, y, es curioso, de ellos nadie se acuerda.

Y no solamente aquí, no, que en toda España ha sido así, incluso peor.

Porque, y por poner un ejemplo cercano, en la Lastra se llegaron a vender solares con una repercusión de 150.000 euros por vivienda.

Y esa cantidad se acercaba, en muchos casos, al cincuenta por ciento del precio de venta final. El resto eran la propia construcción y todo lo que lleva alrededor, impuestos, financiación y beneficio del promotor. Y pueden estar seguros que el constructor, aún ganando una buena cantidad, no llegaba, ni en sueños, a lo que había pagado por el suelo. Ya hubiera querido, ya.

Además, en las conversaciones de calle, mientras se echan ajos y barajos de los bancos, constructores, promotores e incluso ayuntamientos, nadie se acuerda de los que de verdad se han beneficiado del bum inmobiliario, y que son, a su vez, los que, en general, menos han arriesgado en el negocio.
Para mayor INRI, ese suelo ha sido la causa de la desaparición de la gran mayoría de empresarios de la construcción, chapuzas urbanístico-políticas aparte.

Según subía el precio de venta de las viviendas, subía el precio del suelo, y no era raro asistir a enormes cabreos de empresarios que, con suelo comprometido y apalabrado, quince días después se encontraban, como el gallo de Morón, sin solar y cacareando, víctima de algún otro congénere más avispado.
Aunque eso de avispado, visto lo visto…

Comprando y comprando suelo, pues todo se vendía, las empresas almacenaron más y más, pagando lo que no se podía pagar, y así hoy, bancos malos, bancos buenos, y las pocas privadas que quedan en pie, tienen suelo para aburrir y al precio que se quiera pagar por él.

Por el camino han caído grandes y pequeñas, que de todo hay en la viña del señor, y se han salvado pocas (algunas ya veremos), pero en general, las que mejor se mantienen en pie son antiguas empresas que no se volvieron locas en el intermedio, empresas que si venían construyendo cincuenta pasaron a hacer setenta, pero no más. Porque en el cementerio figurado de la construcción, los mayores sopapos los recibieron muchos que, por casualidad o no, empezaron más o menos al inicio del esplendor y, cual cuento de la lechera, acabaron… como acabaron.

Porque el exceso de viviendas construidas, de las que tenemos para todo un país entero, a la corta o a la larga se absorberá, pues demanda, aunque pequeña, existe. Pero demanda de suelo no hay en absoluto, y ese es el gran lastre para el sector, sobre todo en su vertiente financiera.
¿Y cuál es el futuro? El cómo y el cuándo ya quisiera yo saberlo. Desde luego saldremos, dejando un montón de pelos en la gatera, más de los ya se han dejado, y eso, además de que ya nunca nada será igual.

El cuándo tiene muchos componentes: cuando se hayan liquidado los excedentes, que son muchos, cuando la situación económica de los compradores se estabilice, y cuando las entidades financieras, ahora mucho más cautas a la hora de dar créditos, abran la mano.

También de las entidades financieras hay que decir algo. Se las ha dado palos, muchos palos, antes por dar dinero sin cuento y hoy por todo lo contrario. Y no es que no hayan tenido su parte de responsabilidad.

Porque no nos olvidemos que, de siempre, esas entidades daban (prestaban) dinero «al que lo tenía», al que lo podía devolver. Pero cuando llegó la explosión del sector, se liaron a dar créditos a todo bicho viviente, a los que tenían garantía, y a los que no. Y así les pasó lo que les pasó, y como del agua caliente el gato escaldado huye, hoy siguen el camino que nunca debieron dejar: el crédito es para el que se lo puede soportar, y todo lo demás son milongas.

Y los compradores tampoco se salvan, porque ¿Cuántos compraron pisos que, bien se ha visto luego, estaban muy por encima de sus posibilidades?

Para todo lo anterior hay un viejo verso que viene al pelo:
A un panal de rica miel
Cien mil moscas acudieron
Que por golosas murieron
Presas de patas en él.
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