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Honrosas excepciones

04/03/2018
 Actualizado a 07/09/2019
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Contaba Ramiro Pinilla en ‘Antonio B. El Ruso’ que el gobernador civil de León había ido en cierta ocasión de viaje a La Cabrera como quien va de safari. La metáfora era tan literal que, en uno de los pueblos, la comitiva aparcó en la plaza y los vecinos aparecieron atemorizados y cargados de hierba «para calmar a las bestias de hierro»: nunca habían visto un coche. En una entrevista posterior, el escritor vasco decía que, en aquella época de la posguerra, los alcaldes de los pueblos eran poco menos que analfabetos que estaban completamente sometidos a la tiranía de los secretarios. Medio siglo después, la situación está volviendo peligrosamente a aquel escenario. Alcaldes y secretarios, con honrosas excepciones, pertenecen hoy a dos mundos completamente distintos, a dos épocas diferentes, y la comunicación entre ellos no resulta fácil porque el uno no entiende, ni lo pretende, las necesidades del otro. Cada una de las últimas generaciones que han dado vida a nuestros pueblos ha volcado todos sus esfuerzos en que la siguiente no pase por las mismas penurias, que los hijos no sufran la miseria que tuvieron que soportar los padres, el frío de los inviernos y el calor de los veranos, el trabajo de sol a sol, la esclavitud de la cuadra, la incertidumbre de la cosecha... Con ello se ha ganado en calidad de vida y se han perdido también muchos de los mejores valores de lo rural, valores que hoy duermen al abrigo de las ciudades y que, con honrosas excepciones, ya sólo forma parte de la melancolía de quienes no olvidan de donde vienen pero saben perfectamente lo que ya no son. En los pueblos, mientras, haciendo compañía a los viejos, se han quedado los que no han tenido oportunidades para largarse o no las han querido aprovechar, componiendo un paisanaje que empieza a resultar mucho más duro que el paisaje. Lo mejor y lo peor de la política es que se empeña en ser un espejo cada vez más real de la sociedad a la que representa. El debate sobre si en el Congreso o en las diputaciones nos tienen que representar los más honrados o los más cualificados no tiene demasiado sentido en los ayuntamientos de los pueblos, donde, con honrosas excepciones, no hay demasiado de dónde escoger. Los partidos se lanzan en esta época a la búsqueda de candidatos y, por necesidades de producción, no pueden ponerse demasiado exigentes en un casting que, con honrosas excepciones, se parece demasiado al de una película de serie B. Es el de los alcaldes de pueblo un oficio verdaderamente ingrato, en el mejor de los casos mal remunerado, en el más habitual no remunerado, sin apoyo del partido, con las condiciones de Montoro, sin demasiados medios, con la supervisión del secretario, expuesto a críticas que no aparecen en titulares ni tienen que ver con proyectos sino que circulan por las cocinas y atacan directamente a lo personal o a lo familiar, la política del cuerpo a cuerpo que no descansa a la hora del café ni a la hora del vino ni los domingos ni las fiestas de guardar. Hay que ser algo así como un aspirante a cacique para sobrevivir a todo eso, porque los que estarían más capacitados para el cargo, precisamente por ello, huyen del bastón de mando. Surgen repentinas vocaciones de servicio público entre oportunistas, rebotados de todos los oficios, funcionarios que intentar conseguir plaza más cerca de casa con la excusa de asistir a los plenos y gentes que no consideran que la de trabajar es una forma muy digna de ganarse la vida. A todas las honrosas excepciones que existen repartidas por los pequeños ayuntamientos, que mantienen vivo el sueño de mejorar su tierra aunque sea desde la resignacióny que aparecerán en las próximas listas electorales no nos queda más remedio que encomendarnos para que no le den la puntilla a nuestros pueblos.
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