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Homo postsovieticus

20/03/2022
 Actualizado a 20/03/2022
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En ‘El fin del Homo sovieticus’ (2013), el libro de Svetlana Aleksiévich que reúne entrevistas a sus compatriotas acerca del hundimiento de la URSS, la gente con edad suficiente repite una pregunta que, con diferentes variantes, puede resumirse así: ¿cómo pudo suceder así, «como si nada»? Les turba que cayera un régimen cuyos casi setenta años transformaron el mundo hasta hacerlo irreconocible, cambiando sus vidas y mentes y acabando con millones de sus compatriotas sin que su conclusión supusiera una catarsis, un clímax o una tragedia al mismo nivel que sus inicios y gran parte de su historia. A los más ancianos les deja estupefactos que después de tanto sufrimiento, incluso de derrotar a Hitler, como se encargan de recalcar, después de todo finalmente los blancos ganaran a los rojos sin derramar una gota de sangre o provocar un acontecimiento más memorable que una trifulca en el centro de Moscú.

Cabe preguntase si todo acabó o si lo que sucedió fue sencillamente un cambio de personas, y ni siquiera profundo pues aún un jefe del KGB gobierna el país. Cabe preguntarse si el gatopardismo ruso no ha consistido simplemente en prescindir del fardo ideológico y dedicarse a lo de siempre sin tapujos ni excusas. No está haciendo Rusia nada que no haya hecho antes: considerar Ucrania parte de su Imperio y reclamarlo ahora como una suerte de estado-tapón o colonia a su servicio para distanciarse de Occidente y la OTAN tal como hace con Bielorrusia. Recordemos que Kiev fue la primera capital de las raíces eslavas de Rusia y que Ucrania se separó de la URSS solo en 1991, englobando en sus fronteras una enorme multitud de rusófonos (como el propio Zelenski) o rusificados y regiones enteras de mayoría rusa. Someterlo con la fuerza pasando por encima de los indefensos, el derecho internacional, las zonas civiles o los refugiados, bombardeando y asaltando sin medida, mientras la versión oficial emite mentiras exculpatorias y censura toda otra opción informativa no son distintos comportamientos del soviético y, en cierta medida, del zarista. Lo que es una novedad es la ausencia de una ideología precisa y dominante en los dirigentes del país, una casta emergida en parte de la comunista pero aliada con los nuevos poderes económicos de eso que se ha dado en llamar, con no poca hipocresía por otra parte, la oligarquía, clase rusa del dinero que el mundo conoce desde 1991 en que las fronteras se abrieron a su ostentación. Una clase de poseedores de recursos ingentes que se sirve del populismo nacionalista y de un desprecio absoluto por la verdad y los hechos cuando se trata de proteger intereses económicos o estratégicos. El modelo lo describió Solzhenitsyn: «El régimen que nos gobierna no es sino una amalgama de la vieja nomenklatura, de tiburones financieros, de falsos demócratas y de KGB. No puedo llamarla democracia, es un híbrido repugnante sin precedentes en la historia...» Y lo escribió hace treinta años.
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