20/10/2019
 Actualizado a 20/10/2019
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Otoñamos. Casi todo en el entorno tiende a la palidez o a la melancolía. También nosotros mismos somos parte de ese entorno que se apaga. Hubo fulgor y hubo brillo antes, eran otras estaciones, otros periodos de vida no necesariamente mejores. Con otro color en todo caso. Seguramente el otoño es, en efecto, un tiempo de baladas, una temporada sentimental si no fuera por el derroche sabroso de los hongos y por el espléndido sol del membrillo. Si no fuera por vendimias y magostos. Si no fuera, en fin, porque entre la hojarasca se esconden también hálitos de vida. Es lo que tiene observar la realidad con unos u otros ojos: los que contemplan y anotan sin más los restos de cuanto fue o los que aventuran en el humus podrido nuevos episodios de floración.

La clave está en saber si la realidad puede ser examinada de igual modo, bien para levantar acta de nuestras miserias abundantes, bien para suponer un renacimiento desde el despojo. Atender a la naturaleza nos da pistas para ambas soluciones, todo parece depender del punto de vista y de la actitud, lo cual debería llevarnos en principio a negar como poco la fatalidad y como mucho a escarbar en la broza para descubrir el fermento. La determinación en cualquiera de esos dos sentidos resulta capital para convertirnos en simples inmovilistas o estimular cierto énfasis en el progreso. De ahí que el otoño sea al cabo toda una lección de pensamiento y de conducta.

También un programa político, si se quiere, que distingue a la perfección los polos ideológicos y sus disfraces. Con toda seguridad, nos sobra en los discursos la fotogenia de las hojas muertas, que es pura superficialidad para el conformismo, y se necesitan en cambio buceadores en la espesura, lo que supone no obstante arriesgarse al sofoco hasta respirar de nuevo. Cualquiera que sea la materia será susceptible de abordarse y resolverse así. Si, como complemento, le restamos la poesía de esta columna, elegir una papeleta se convertirá en un acto casi revolucionario.
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