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Historias de la vacunación

02/05/2021
 Actualizado a 02/05/2021
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La de 1948 es una generación madrugadora. Falta casi media hora para que abran las puertas y la cola crece y crece en torno al Palacio de Exposiciones que, a falta de exposiciones y de congresos, la pandemia ha convertido en un centro de vacunación masiva. Los quintos del 48 se miran por encima de las mascarillas con la esperanza de encontrar a algún conocido entre la multitud, que sería lo más lógico en una ciudad como León, y de reojo miran también al cielo con la esperanza de que no les acompañe en su espera la lluvia que desde primera hora amenaza. La cola suena como debían de sonar las colas que formaban los adolescentes hace años: tonos, politonos y soniquetes varios se van superponiendo y se escucha el célebre «este teléfono está loco, yo no he tocado nada».

Las puertas se abren y la cola avanza, rápido primero y con impaciencia poco disimulada después. Desaparecen la distancia social, la sanitaria y la lógica. Aparece uno de los voluntarios de Protección Civil y dice que los de Pfizer tienen que ir por otra puerta. Estalla la tensión. «¿Pero cómo que los de Pfizer? ¡Yo no sé de cuál soy!». El voluntario aclara que se refería a los vienen a ponerse la segunda dosis de la vacuna, pero el lío ya es imparable. «¿Cuál dicen que nos van a poner?». Los hombros se encogen. «No sé, han dicho que los de Pfizer es por aquella otra cola». «¿Y entonces ésta para que vacuna es?». Los hombros se vuelven a encoger. El más bravo de la cola dice «pues yo la de AstraZeneca no me la pienso poner, que debe de ser peor el remedio que la enfermedad», y su mujer le responde «bastante problema ibas a tener tú, tomando el Sintrom». Una señora comenta al aire «yo la que me den».

Conforme se van acercando a la entrada, buscan en los bolsos las tarjetas sanitarias. A nadie se le ha olvidado y, escrupulosamente formados con la disciplina que han vivido y trabajado durante tantos años, a la que se añade la que han tenido que aprender por culpa del miedo que han pasado durante los últimos meses, esperan su turno. En la puerta hay un sanitario que no se parece en nada a un portero de discoteca pero que actúa como tal. El mundo se dio la vuelta hace algo más de un año y ahora ya no son los adolescentes los que se ponen años para pasar el filtro, sino que son los mayores los que lo hacen para intentar conseguir la vacuna un poco antes. «Señora, ¿usted cuántos años tiene?». «73, como mi marido, que venimos juntos». «¿Cuál es su fecha de nacimiento, señora?». «14 de agosto de 1948». «¿Me puede mostrar su DNI, señora?». «Claro, aquí lo tiene». «Señora, aquí pone 1950». «Eso, eso quería decir, que me equivoqué, hombre. Del 48 es mi marido, pero como venimos juntos...». «Ya, señora, pero hoy no le toca usted, tiene que esperar a que llamen a los de su año, que ya falta poco, no se preocupe». «Pues es que una amiga mía vino con el marido y les vacunaron a los dos. Y tampoco son del mismo año. Como vivimos juntos, pensé que igual...». «Señora, por favor, está usted interrumpiendo la cola». Seguramente la señora se convierta en una de las merodeadoras que, a última hora, preguntan si ha sobrado alguna dosis, un culín que decía en consejero de Andalucía.

Dentro, les piden que se vayan preparando, algo que, salvo alguna excepción (el más bravo de la cola, por ejemplo), todos habían empezado a hacer. Alguna confiesa que ya había dejado preparada anoche la ropa que le permitiera descubrir el brazo con más facilidad. «Yo hasta fui a la peluquería, que hoy es un día grande», comenta una mujer con una cierta euforia por verse tan cerca de la aguja que convertirá en una pesadilla lo sufrido en los últimos meses. Otro dice que al salir va a ir directo al bar, que da igual que no esté inmunizado del todo. «Algo hará», afirma con su fe ciega en la ciencia, que parece selectiva en cuanto a las recomendaciones.

Una especie de carpas militares marcan la frontera entre el miedo y el alivio. En la docilidad que todos muestran a los sanitarios se intuye una resignación aprendida seguramente hace muchos años, pero tristemente actualizada por la pandemia. Si alguno tiene miedo a los efectos secundarios de la vacuna, lo disimula muy bien. Si ese miedo existe, no es comparable al que han pasado haciendo la compra, cogiendo ascensores, saludando desde la distancia, evitando encuentros.

Al otro lado hay la misma gente que en la cola, pero mucho más tranquila. El ambiente no es de fiesta, pero sí de relajación. Les piden que esperen allí sentados durante al menos un cuarto de hora. Los matrimonios empiezan a discutir: «Vámonos. ¿Qué pintamos aquí?». «Haz el favor, que no han pasado ni cinco minutos». El tiempo no pasa y la gente se entretiene mirando a los demás y se consuela como se ha consolado toda la vida: «Pues serán de mi año, pero la verdad es que parecen todos mucho más viejos que yo». A través de los cristales se ve que, sólo media hora después de empezar, ya no hay nadie haciendo cola.

Da la sensación de que, en esta otra zona, está prohibido no hablar por teléfono. Todos quieren dar la noticia cuanto antes, contar la marca de la vacuna que les han puesto, si les ha dolido el pinchazo. Las conversaciones, por lo general, empiezan por un «Oye, que ya».

Sale mi madre. Me coge del brazo. «Vamos, hijo, que tenemos muchos besos que recuperar».
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