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Historias de brasero

25/11/2020
 Actualizado a 25/11/2020
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Que levante la mano quien haya visto en los últimos años una mesa camilla en un catálogo de muebles. La perdemos. Ya se ha acostumbrado una a mirar con resignación esos decorados a base de muebles nórdicos lacados en blanco para tapar las vergüenzas de los aglomerados baratos. Entre tanta sofisticación han vuelto con fuerza algunos muebles de estilo ‘vintage’ que no son otra cosa que aquellas cómodas y sillas que se guardaron por feas en las cuadras reconvertidas en almacenes de viejo y que ahora lucen remozadas con una buena capa de pintura a la tiza que a su vez, ¡ojo!, recibe un tratamiento específico para que no parezca que están como nuevas. Pero la mesa camilla, ¿qué? La perdemos. Suerte que todavía queda una resistencia que conserva estas mesas redondas cubiertas con una tela que llega al suelo y provistas de una tarima que sustenta al brasero. Los de cisco pasaron a mejor vida y aquello de atufarse ya es historia. El progreso llegó para ponerle un cable con el que enchufar a la luz esa calefacción central que es el brasero y ese mismo progreso lo hará pasto de la nostalgia como no se ponga cuanto antes el debate de su pervivencia sobre la mesa, y nunca mejor dicho. Porque mucho se habla de que las buenas historias están en los bares pero no podemos perder de vista un escaño y una mesa camilla, con sus faldas y su brasero de doble resistencia cuando en la calle no hay quien pare de frío. Sobre la mesa camilla se han expuesto las más maravillosas historias y las más crueles miserias desde tiempos inmemoriales. Sirven para comer, para estudiar, para coser, para leer y si me apuras, hasta para amasar. Nunca puede salir mal una tarde de invierno si estás al resguardo de la camilla y con el brasero poniéndote en temperatura. Todavía recuerdo la primera llamada que hice a mi madre desde Inglaterra, a donde fui a pasar un mes cuando tenía 14 años. «¿Qué tal, hija?», me preguntó deseosa de que le contara cómo estaba resultando la experiencia. «Mamá, no tienen brasero», contesté destemplada entre aquella humedad que, estaba claro, solo podía arreglarse con una siesta al brasero. Si la Mesa por el Futuro de León se sentase en una mesa camilla, con su brasero y sus faldas, otro gallo cantaría. Eso sí, a ver quién era el primero que chamuscaba las zapatillas y quedaba de tonto cuando alguien dijese aquello de: «¡Oye! ¡Que aquí huele a ‘quemao’!».
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