03/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Cuenta Giorgio Vasari en su ‘Vidas de Pintores’, en el capítulo que dedica a Andrea Verrochio, que le habían encargado a este un cuadro que representara el Bautismo de Cristo y que, para adelantar trabajo, le pidió a uno de sus discípulos que pintara uno de los dos ángeles que aparecen arrodillados a la izquierda de Jesús. Cuenta que, cuando vio el resultado, quedó tan impresionado por la gracia y belleza de aquel rostro angelical, que decidió no volver a tocar los pinceles, reconociendo que aquel jovencito le había superado en el arte de la Pintura. El aprendiz de pintor se llamaba Leonardo Da Vinci.

Pocas verdades hay más ciertas que esta que encontramos en ‘La Pícara Justina’: «Nadie nace enseñado, si no es a llorar». Prueba de ello es que, incluso Leonardo, siendo un genio, debió aprender los rudimentos de su arte en el taller de su maestro. La transmisión del conocimiento, enseñanza y aprendizaje, y la empatía con nuestros semejantes han sido las dos condiciones de posibilidad del progreso de la especie humana como civilización. Aunque me temo que en esta última no progresamos adecuadamente.

Observo con preocupación que la enseñanza se ha convertido en un negocio y, aún peor, en algunos casos en un espectáculo. Proliferan los concursos de televisión en los que se pretende enseñar a ser cantante, a ser cocinero, modisto, etc. Me preocupa porque entiendo que enseñar es dotar de los instrumentos y herramientas básicas para que el alumno pueda desenvolverse y desarrollar su oficio o su arte y considero un perverso error pretender convertirla en una cadena de montaje de la que salen cocineros, cantantes, modistos, etc, ya terminados y completamente iguales.

Más desazón me provoca que ni siquiera la política se libre de esta pervertida concepción de la enseñanza. Nuestra clase política está troquelada por gabinetes de comunicación, de marketing político, de ‘coaching’, donde aprenden cómo gesticular, el ritmo de las frases y, lo que es peor, los mensajes que deben lanzar. La consecuencia de esto es la ausencia de un discurso político auténtico, la sensación de que todo suena falso, en definitiva, la hipocresía como virtud política imperante. ‘Hipócrita’ viene del griego y significa personaje.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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