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Hijos del paisaje

24/11/2022
 Actualizado a 24/11/2022
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Somos hijos del paisaje. Del páramo infinito o el regazo de la sierra madre. Mucho más que de los ocho apellidos, los mojones y las banderas. Nuestra cultura y tradiciones, singulares y únicas en cada pueblo, dependen sobre todo de lo frío que arrecie el invierno, cuánto castigue el sol de verano y si hay que rebuscar las estrellas entre los árboles o es el firmamento el que te aplasta cada noche. El paisaje es nuestro padre. Con su naturaleza exuberante o escondida. Sus castillos, estelas, iglesias y chozos que cuentan los siglos. El adobe, la pizarra o la cal, que enseñan etnografía. El paisaje es la gubia que va tallando en el rostro las arrugas de sabiduría.

Por eso el abandono del territorio nos está dejando huérfanos. Mudos y sordos que diría Delibes porque si «un pueblo sin literatura es un pueblo mudo», un pueblo sin paisaje es un pueblo sordo de identidad. La despoblación no solo cierra postigos, desmorona tapiales y agranda cementerios. También supone una pérdida irreparable de ese mapa necesario para comprendernos. Hay tierras baldías y los montes desmelenados por la falta de cuidados sustituidas por horrendas naves gigantes de pollos o cerdos que se cuelan en los atardeceres a través de la muralla milenaria. La invasión sin piedad con la que las energías verdes contaminan ese paisaje maternal evidencia que su ecologismo es de billetera. Hay una inmensidad de campos reflectantes y yermos que se alimentan de sol pero no dan espigas. Hay molinos gigantes, monstruos metálicos que lucen de noche, ahora que no quedan Quijotes para lancearlos y los Sanchos ansían rentas fáciles. Engendros renovables pero insostenibles para proteger aquel paisaje innato que nos cincelaba bruscamente. Por si esto fuera poco se multiplican los pueblos en venta que para consumar el olvido reconstruirán como decorados huecos para el turismo de fin de semana y de Instagram. Esta penúltima batalla perdida del mundo rural nos dejó huérfanos y desarraigados.
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