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Hijos de un tiempo marciano

22/02/2021
 Actualizado a 22/02/2021
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El otro día seguí con mucha atención el aterrizaje del vehículo Perseverance en la superficie de Marte (le llamo vehículo porque no se me ocurre otra cosa). Y sé que parece un poco tonto dedicarse a estos menesteres, con lo animada que está la política terrestre, pero qué quieren. Ver cosas del espacio me pone bastante, me anima, y no sólo los documentales de Carl Sagan, que también (incluso cosas de Iker Jiménez, que ahora está en la gran pomada de las cosas con su programa ‘Horizonte’, ya más lejos de las caras de Bélmez).

Ver cosas del espacio, cohetes y así, te da una energía, lo mismo que a Woody Allen, cuando escuchaba mucho a Wagner, que le entraban ganas de invadir Polonia. La aventura espacial, signifique lo signifique, te proporciona una épica contemporánea, y te recuerda mucho aquella infancia de alunizajes que tuvimos, cuando Kennedy, que es una de las imágenes que nos ha quedado grabada en la retina y en el cerebro, sin necesidad de grabarla en vídeo.

Aunque muchos se creyeron a medias lo de la Luna (no nos vamos a poner otra vez estupendos, que ya es tema muy trillado). Llevamos décadas de bajona espacial, queridos. Los alunizajes, si acaso, eran otra cosa, y los Discoveries ya habían pasado a mejor vida. Pero, de pronto, la pasión lunar, y por supuesto la pasión marciana, ha vuelto. Necesitamos claramente una nueva frontera, y esta vez la frontera es el espacio interestelar, porque el planeta se nos queda pequeño, como un piso de los de ahora.

Ya Trump, que era muy terrenal, aunque también surrealista (digo era, políticamente hablando), sacó a relucir la posibilidad de ir a Marte en cuanto se pudiera. Lo suyo era siempre la inmediatez, y no le puso mucho énfasis por eso (lo de Marte se vende mal en Twitter), pero se dio cuenta de que el presidente que llegue a Marte, aunque no sea en persona, quedará para la historia. No estaba mal lo de Marte. Siempre y cuando, imagino, no se les ocurriera a los marcianos empezar a emigrar. Hay que andarse con cuidado.

En realidad, el planeta rojo siempre ha sido el gran deseado. También otros, de acuerdo, pero Marte es ese lugar polvoriento que a todas luces albergó vida, y que, con suerte, aún deberá albergar algo, aunque no serán hombrecillos verdes, ni los tipos de ‘Mars Attacks’, que lo ponían todo perdido. Llevamos tiempo mandando cosas a Marte, recibiendo fotos, pedregosas y rojizas, sí, pero emocionantes. Sin embargo, parece que ahora estamos en el camino, que la cosa va en serio, que el gran viaje se prepara.

Hay más países mandando naves, sondas y artefactos, también a la luna, porque la exploración espacial tiene, por supuesto, una gran dimensión política. Conquistar, esa cosa tan humana, es uno de los ingredientes básicos del poder, y lo ha sido a lo largo de los tiempos. Aterrizar en Marte recuerda viejas épicas, en un tiempo escasamente épico, en el que triunfa la trifulca vecinal, la cortedad de lo inmediato, la recompensa rápida, y asuntos de este jaez. Tenemos el planeta hecho unos zorros, es cierto, pero nos hemos convertido en seres fieramente terrenales, apegados al aquí y ahora, quizás porque el futuro no está escrito, y, si lo está, no hay tiempo para leerlo.

Por eso, no son muchos los que prestan atención a esos avances científicos, ni los que se interesan por los viajes a otros planetas. Es más, conozco a más de uno que mira estos aterrizajes con displicencia, creo que ya lo he contado en otro sitio. Piensan que es cosa para la galería (en realidad, hay mucha imagen para la galería, claro), que nada se nos ha perdido en Marte, que se sepa. Que todo lo que hemos perdido ha sido aquí. De nada sirve que el ser humano sea el único ser vivo (al parecer) consciente de que hay un mañana. Siempre acaba llegando uno que se queja de que, con las carreteras que hay que hacer, nos estemos ocupando de lugares inalcanzables donde no hay un futuro muy claro (y no hablo de la España vaciada, pero también podría ser).

Me sorprende que, a pesar de la infelicidad que nos da esta época, nos hayamos vuelto tan cortoplacistas, tan amigos de lo inmediato. Y nosotros no tenemos que pasar unas elecciones cada cuatro años. Hemos perdido la pasión por las grandes cosas y, a pesar del despegar innegable de la tecnología (con sus lados oscuros, de acuerdo), estamos muy instalados en el conflicto vecinal, en la bronca de portal, hasta el punto de que algunos han hecho de la mala leche y del gesto áspero una de las bellas artes, como decía Thomas de Quincey del asesinato.

No tiene sentido esta tensión. No tiene sentido vivir prácticamente a diario con la banda sonora que proporciona el ruido de los nuevos odios, el alimento de algunos, porque, finalmente, todo eso pertenece a los juegos de poder. Cada vez jugamos con más ahínco personalista en el tablero de la vida, maravillosamente engañados por el valor de asuntos, que, en realidad, no valen gran cosa. Y uno alberga todavía la esperanza de que esta tragedia colectiva que ha sido la pandemia ayude a comprender cuán equivocadas están nuestras prioridades, cómo hemos de aprender a mirar de otra manera. He leído que en una década vendrá una revolución de libertad, que acabará con el lastre que todavía traemos del siglo XX. Que destruirá todo lo que nos atenaza y nos limita, lo que nos manipula y nos hace infelices. Una revolución alimentada quizás por el sabor amargo de estos años atroces. El que no sueña es porque no quiere.

Pero, de momento, está el viaje a Marte. Mientras contemplo la euforia de esos investigadores de la NASA, aplaudiendo el aterrizaje del Perseverance, imaginando quizás una vida que muchos no llegaremos a ver, los informativos se pueblan de todas nuestras ambiciones inútiles. Y de tantas declaraciones pueriles, a todas horas. Me pregunto cómo podemos esperar un interés verdadero en los asuntos que de verdad van a marcar nuestra vida en los próximos años. Si no somos capaces de mirar más allá de nuestras narices, si seguimos fatalmente atraídos por el espectáculo cotidiano de la discordia, de la palabrería vacua.

Perdidos en discusiones bizantinas, ni siquiera alcanzamos a comprender el peligro que nos amenaza, la destrucción de lo que nos salva y nos protege, lo que nos ha permitido llegar hasta aquí. ¿Cómo interesarse en Marte, si seguimos creyendo que somos indestructibles? Quizás la política de lo inmediato nos ha abducido. Contemplamos los espectáculos cotidianos, que son numerosos, el despliegue de los egoísmos, el gusto por la bronca, la simplificación interesada de la realidad. Ya no soportamos la distancia, ni el largo plazo. Ya no amamos la lentitud. Cada vez somos más marcianos.
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