31/05/2020
 Actualizado a 31/05/2020
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Una de las prohibiciones más chuscas que nos impusieron a los leoneses, ahora que hablan incluso de movilidad entre países, fue la de no permitirnos ir a la casa del pueblo o, como dicen ahora los cursis, «desplazarnos a nuestra segunda residencia». A lo mejor fue un conato de nostalgia leninista, de esos tiempos donde no dejaban moverse libremente a los ciudadanos, antes de que Polansky y el Ardor cantasen en la movida madrileña aquello de: «qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS». Y eso que la mayoría de la gente solo pretendía echar un vistazo a los ajos que había plantado en otoño, orear la cocina o revisar el estado de las pizarras tras la última nieve. El caso es que llegas al pueblín después de tres meses, casi con lágrimas en los ojos (y eso que no has sembrado cebollas) y te encuentras con que la hierba inunda lo que era un hermoso corral, con esa fertilidad exuberante de la maleza salvaje. Una lavandera, subida a la pértiga del carro, oscila la batuta de su cola y, moviéndose con parsimonia, una pega te lanza una carcajada insolente. Eres un extraño en tu propia casa, como lo demuestra el paseo por la cuadra vieja: ajenos a estados de alarma, homilías y confinamientos, un grupo de ratones campa a sus anchas por los pesebres, pasando de fase sin problema. Diríase que las congojas humanas les traen sin cuidado. Uno de ellos agita su bigote de pincel, como si la vida se resumiese en ese gesto: vosotros, los hombres, parece decirnos, os creíais el centro del mundo y solo sois una especie errante y casual. Con el paso de las horas, te vuelcas en quehaceres sin mucho fuste: vaciar el buzón de correspondencia, regar una maceta antojadiza, quitar el polvo a trébedes y madreñas. Una brisa helada, que no recordabas, te sorprende al oscurecer, levemente adormilado. Es en ese estado cuando sufres una ensoñación, cuando te resulta más irreal la pesadilla que has vivido estos meses. Y según abres los ojos, y dejas caer la cabeza hacia atrás, tomas consciencia de todo lo que ha pasado con un escalofrío y, por primera vez en mucho tiempo, con una lucidez vívida y dolorosa, sabes que nada volverá a ser igual: nada salvo, quizá, la hierba que crece sin mesura frente a ti. Alta y flexible como las chicas babianas que, con admiración, veías bailar en tu juventud.
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