22/01/2020
 Actualizado a 22/01/2020
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Los reconoceréis por su tabardo, que ha aguantado más generaciones que el sol quitando el frío a cuantos se lo han puesto. Salen al corral con las galochas puestas cuando llueve y recurren al gorro de lana o al sombrero de pana para poner la sesera a salvo del frío. Contemplan el proceso de curación de los chorizos en el varal y se mantienen alerta por si sale la gata en el jamón que esperan a hincar el diente en unos meses. Las berzas bullen en las cazuelas de sus cocinas de horno toda la mañana y echan espinazo al cocido. A la cencellada le llaman jamona y al café le atizan con algo más de orujo para que les temple el alma. Las sopas de ajo son el auténtico básico del invierno para ellos y las únicas faldas que ponen encima son las del brasero, que pasa más horas al día encendido que apagado. Aunque caiga el cielo no dejan la partida de cartas para mañana y aparcan en la plaza del pueblo más atravesado que los veraneantes. Es precisamente por el número de coches que hay a la puerta del bar por lo que se mide el nivel de trabajo en el campo. Predicen el tiempo de mañana según el dolor del día y nunca hizo tan malo como cuando ellos iban a escular la remolacha. «Frío de verdad era el que hacía cuando teníamos que romper el hielo en el lavadero para poder de lavar» es la frase de recurso más empleada y de nevar, que lo haga en la montaña. No dejan de zumbar porque todavía hay moscas en enero y van a la misa en la sacristía porque «el gasoil está para no tocarlo». Hacen las pastas con manteca porque la ‘operación biquini’ para ellos tan solo puede llegar a ser una trama corrupta. Las calles se convierten en un improvisado desfile de pijama de franela, bata y mandil encima para salir a por el pan. Los Kleneex no existen para ellos, son más de pañuelo de tela, y el romaizo lo quitan con un vaso de leche caliente con miel antes de ir a la cama. «Pa’ sudar». Están pendientes de la hora a la que los vecinos suben la persiana como síntoma de si hay vida tras ella. Son hibernantes, la resistencia a los discursos oportunistas de la monserga de la despoblación, son paisanos de carrillos colorados y mirada empañada por la nostalgia del pasado y la incertidumbre del futuro. Esos que entran en casa y reconocen que «por la calle no anda ni el gato». «Ojalá el invierno solo durase dos meses».
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