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Heridas y cicatrices

17/03/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Ningún dolor profundo se va nunca del todo. Hay heridas que no se cierran, cicatrices que recuerdan el daño. Después, supongo, regresan algunos días con sol y las cenas con amigos y el humor y la curiosidad y esa playa tan bonita y una música que alegra o un viaje o una ilusión, pero el dolor sigue ahí, en el fondo marino de la vida.

No sé de verdad cómo se está con los pies hundidos en el suelo arenoso y frío de esa pena, con el agua a veces hasta el cuello, pero con la boca buscando oxígeno. Viviendo. Casi no sé, en realidad, cómo se habla de estas cosas. Pero parece que las palabras sirven para contarlo todo o, al menos, para intentar comprender algo.

Medio millón de muertos ya en la guerra de Siria, después de siete años de terror sin tregua. Lo hemos sabido esta semana. De ellos, 19.811 eran niños. Y son sólo los que ha podido contabilizar el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, porque hay otras 157.065 personas sin identificar. No están registradas, sus nombres no aparecen en la lista, pero alguien sí sabía quiénes eran. Tenían familia, amores, mascotas, casas. Siria es una de esas heridas que nunca cerrará. Una herida histórica, como todas las guerras.

La semana pasada, la dramaturga Laila Ripoll estrenó en el Teatro Bergidum de Ponferrada una obra basada precisamente en el hondo desgarro que provocan las guerras: Donde el bosque se espesa. Es un texto lleno de contrastes: silencio y gritos, odio y ternura, violencia y la paz incierta del que ya sabe aunque no quería saber. La obra de Ripoll va desde nuestra Guerra Civil -aún hay más de 114.000 desaparecidos bajo la tierra de este país- a los muertos en las guerras de los Balcanes en los años noventa. No hay olvido para algo así.

Cómo podría haberlo. Los muertos, desde su mutismo, reclaman ser recordados. Por eso también es importante que haya empezado el juicio por el atentado terrorista que acabó con la vida del comandante Luciano Cortizo en León. Se produce veinticinco años después de su muerte, pero al fin ha llegado. Es una forma de desinfectar la herida de su familia, aunque no vaya a curar nunca.
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