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Hemos vuelto a hacer pan

20/04/2020
 Actualizado a 20/04/2020
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En esta forzada recuperación de lo doméstico, hemos descubierto el placer de hacer panes y bizcochos. En realidad, a pesar del prestigio de lo virtual, que también es ahora más importante, hemos vuelto la mirada a los que trabajan con las manos. Profesiones que nunca fueron tenidas en cuenta para edificar el futuro, o de las que nunca leímos grandes titulares, profesiones oscurecidas por el brillo rutilante de lo moderno, se han vuelto de pronto fundamentales en nuestras vidas, como si de pronto hubiéramos recordado que están ahí, que siempre han estado ahí, prácticamente en silencio, contribuyendo más que otras a la marcha del mundo y a la felicidad.

El confinamiento viaja en dos direcciones. Una es hacia fuera, hacia el vacío de las calles, donde reinan los pájaros. Tenemos los balcones, a los que se asoma la vida, pero es la ventana de la televisión la que se abre para que entre en casa el vendaval de las noticias y el peso insoportable de las cifras. La televisión del salón se ha vuelto a iluminar en plan familiar, ha recuperado su condición de diosa del hogar: congrega a los confinados a su alrededor en una liturgia de miedos compartidos, todo es ya un rito catódico que se multiplica con las horas del día. En casa suena sin cesar la gran letanía de estos tiempos de sobredosis mediática. Y los sermones políticos nos arrullan.

Pero el confinamiento también nos ha hecho mirar hacia dentro, algo tan denostado. Prohibido el mundo, al prestigio virtual le ha sucedido el amor por lo cercano. Aquella vieja costumbre de hacer cosas para nosotros, sin necesidad de contar con la aprobación del universo. Aquella vieja costumbre de lo íntimo, de lo personal, que no pensaba en vanaglorias. Acostumbrados cada vez más a lo no tangible, este confinamiento que nos invita a no tocar, a aislarnos, ante todo, ha devuelto el prestigio al pan tierno. De pronto media España ha terminado con las reservas de harina y levadura en los supermercados, o poco menos, como si sintiera la necesidad de agarrarse a ese tacto físico de la masa que crea el alimento, al perfume del horno en aquellas tardes ya tan lejanas, cuando en casa se hacían galletas y bizcochos. Hay algo que nos protege de todo mal en ese acto milenario. En ese regresar a los orígenes, amasando la harina y viéndola crecer.

El confinamiento nos reduce entonces, frente a los ecos internacionales de la pandemia, frente a la alarma global, a ese ámbito protector. Un lugar que juzgamos a salvo del ruido y de la furia. El lugar al que ha vuelto también la lentitud. La velocidad del exterior, la urgencia hospitalaria, la tensión por hallar una solución médica cuanto antes, se cruza en el aire con el descubrimiento de un nuevo ritmo, ese ritmo que quizás nunca debimos perder. Paradójicamente, la gran urgencia nos hace detenernos.

Puede que no nos dure mucho esta sensación de protección que ofrece la lentitud. Puede que desaparezca en cuanto esto termine y nos dediquemos de nuevo a esa aceleración febril de la realidad, que sin duda terminará por matarnos. Puede, es cierto, que caigamos de nuevo en el gran engaño, el que nos invita a mantener la tensión permanente, a ir más y más allá, cabalgando ciegos, sin importar cuánto de nuestra alegría se quedará en el camino.

No soy amigo de vaticinios, ni estoy dispuesto a seguir la ola inmensa de profetas que se levanta ya en el horizonte. Como hemos escrito aquí, abundan los visionarios (nada muy distinto, ya ven, de la Edad Media), aunque la mayoría concluya, como todos, que nada sabemos, pues no está el mañana, ni el ayer, escrito. La incertidumbre se vino amasando, como el pan, en las últimas décadas. Una amargura creció de nuevo en nosotros, la amargura de la frustración, embriagados como estábamos por el néctar del luminoso futuro prometido. La incertidumbre quiso soslayarse con una nueva promesa: la política nos daría seguridad absoluta, el mundo no podría existir de otra manera, sólo bajo un control estricto, por más que la libertad, a qué dudarlo, sufriría frente a la voluntad de la seguridad perpetua.

Y es humano buscar esa protección total, esa quimera. El terror nos ha visitado muchas veces y hemos creído que el progreso nos haría por fin invulnerables. Pero hay algo saludable en este regreso a la incertidumbre: quizás nos permita aprender que son las fragilidades las que nos hacen más humanos. Las que nos recuerdan la necesidad de la compasión. Y quizás enseñe a los políticos a no ofrecer lo que no pueden. Quizás nos haga crecer en empatía y en humildad. Quizás el siglo deje por fin de ser adolescente.

Este es el momento de la gente. Es el momento de desnudar las imposturas. Finalmente, hemos de aprender por nosotros mismos. Nosotros hemos de construir lo destruido. Nos hemos dejado llevar por una realidad edificada con frases de diseño, con la argamasa de los eslóganes, con esa tupida red que nos atrapa para devorarnos, donde sólo la aceptación de las verdades absolutas permite la salvación.

Si este confinamiento se merece una revolución, debería ser la revolución de las palabras. La que construya un nuevo lenguaje, pues es el lenguaje el que construye el mundo. Un lenguaje limpio de los grandes trucos de las ingenierías mediáticas. Un lenguaje limpio de ese afán quimérico de la seguridad absoluta. Un lenguaje que regrese al conocimiento, a la importancia del saber, desde la empatía, no desde la verborrea agresiva que celebra el triunfo de la ignorancia. Esa disyuntiva tan en boga, «o nosotros o ellos» debe acabarse, porque bebe a menudo de la intransigencia.

Así que hemos vuelto a hacer pan. Y bizcochos. La cuarentena se ha cerrado en el círculo doméstico con el perfume de la infancia y el recuerdo de los días de la felicidad, cuando aún no sabíamos del mal. No hemos agarrado a la memoria de la alegría. La lentitud nos ha devuelto el prestigio del trabajo hecho con las manos, el horno que ofrece la promesa del pan tierno si sabes esperar. Frente al gran ruido de la televisión y el gran silencio de las calles, frente a esta granizada de apocalipsis, frente a esa necesidad de recibir la aprobación del mundo y la aceptación de las redes, hemos regresado a esa vida interior de las distancias cortas. Quizás empezamos a romper la cadena que nos sujeta desde hace tiempo a un mundo acelerado, donde todo lo malo está por suceder. Ese placer de construir un mundo propio, limpio de propagandas y de estruendos verbales, es quizás el comienzo de algo nuevo. O tal vez no. Tal vez sólo sea una forma de recuperar la vida que nos han arrebatado, aunque sea por unos días.
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