14/04/2020
 Actualizado a 14/04/2020
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Bajo la pandemia de un virus con los pelos de punta por el autosusto que se propina, se abre una veta de cañerías sucias que el mundo mantenía sepultadas por miedo a sonrojar su presente de quedar al descubierto. No contaba la canica azul con que llegaría un asesino invisible para obligarle a levantar las manos tras bajarse los pantalones y destapar las ignominias del ser humano. Y se soprende a sí mismo al ver que el miedo no le amilana cuando hay un barco mortuorio que deja atrás la estatua de la Libertad para trasladar a los muertos de cartera polvorienta allí donde su olor no supere al de los perfumes de la capital neoyorkina. Hart acoge ataúdes y presos a partes iguales, los unos para hacer hueco a los otros en un estadio de conflicto armado que se palpa en cada gesto, sin que haya sido decretada la guerra contra el bicho monarca. La isla era ya cementerio de humildes que no pagan sepulturas, una tierra negra ahora vestida de zanjas abiertas que van adoquinándose con nombres a mano alzada escritos sin buscar doctrina en la grafía sobre escuetas cajas de pino. Diez por línea, sobre otras diez. Las multiplicaciones ya van por tres números y cada vez el ritual es más descuidado. Sobre las cajas, tierra para arropar su eternidad. Es el único abrazo que se permite en Hart, más bien es el gesto al que se somete a aquellos que suman cifras incómodas. La tierra no es leve en la isla estadounidense, que recuerda a estampas tras un paseo en la lechera o un chute de gas en duchas comunales. No eran otros tiempos, aunque las creamos circunscritas a un pasado que nos han exigido borrar. Pero el mundo se recuerda a sí mismo en silencio, crudo, desvergonzado, haciendo de los muertos su quiebro insoportable. Y su ignorancia no le deja ver que las tapaderas, como esos finados, se levantan cuando el agua cuece, y queman.
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