20/08/2020
 Actualizado a 20/08/2020
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Llevamos más de noventa años soportando el colonialismo yanqui... Desde antes de la II Guerra Mundial los americanos, gracias sobre todo al cine, nos han conquistado. Fijaos hasta que punto llegaba el asunto que la expresión «dar el paseo», que se utilizó profusamente en nuestra Guerra Civil (ir a casa de un sospechoso de «desviación ideológica», arrestarlo, montarlo en un coche, llevarlo a las afueras de la ciudad, pegarle un tiro en la sien y dejarlo tirado en una cuneta) está copiada de la jerga de las películas de gánster, tan en boga a principios de los años treinta del pasado siglo...

Hemos ‘sufrido’ cientos de películas de vaqueros y de indios (donde son retratados la mayoría de las veces como animales), miles de películas de guerra (siempre son ellos los buenos), otras tantas de béisbol (un truño insoportable), y muchas más de jurados... Al verlas, muchos de nosotros nos sentíamos abandonados a nuestra suerte: no teníamos democracia; comparándonos con ellos éramos más pobres que las ratas y, sobre todo, no sabíamos comer... Mientras nosotros teníamos de plato principal cocido, un día sí y otro también, ellos, por lo visto en las películas, se alimentaban a base de unas ensaladas ridículas y de hamburguesas. Sobre todo de hamburguesas... De esto va el artículo de hoy, de recordar todo lo bueno de nuestra cocina que hemos abandonado para entregarnos, con armas y bagajes, a la comida basura. Hoy, en León, hay varios locales, grandes y rumbosos, donde su único plato son las hamburguesas. Y otros muchos, más pequeños, más de pueblo, que han olvidado las raciones y los bocadillos ancestrales para pasarse, también, a este desastre dietético. Y los encuentras hasta en los pueblos más pequeños, en los que, en el invierno, no quedan ni las ratas, pero que en el verano se llenan de exiliados que vuelven y quieren encontrar lo mismo que comen en sus ciudades de origen. Y no hablo de las pizzerías, que abundan como setas, dónde te clavan diez o once euros por un plato que a ellos les cuesta, como mucho, dos. Seamos serios: eso que nos dan no es comida. Es un engaña-bobos, una bomba que estalla en el estómago y lo hace trizas.

Hace treinta años, en León, todavía podías pedir un ‘Pepito de ternera’, riquísimo, maravilloso, con una carne que se te deshacía en la boca. O los bocadillos de calamares, sobre todo los del ‘San Román’, una delicia culinaria sin parangón. O, simplemente, los bocadillos del ‘Alejandro’, en la calle de la Rúa, donde te servían unos de sardinas, de mejillones o de escabeche que sabían a gloria. Hasta mucho después no llegaron los de panceta con queso, la antesala de la puta hamburguesa, igual de malos que ella, igual de nocivos. Por desgracia, nos hemos olvidado también de los humildes y socorridos bocadillos de jamón, de chorizo o de salchichón de nuestras meriendas, cuando hay pocas cosas más sabrosas. El jamón, uno lo tiene por ciencia cierta y exacta, está mucho más rico entre dos rebanadas de pan que a palo seco, en plato, con colines de acompañamiento, que es como se come ahora por toda España. Una tontería, vamos; como esa otra de cortarlo finísimo, tan fino que te sirve de cristal para los anteojos. El jamón (y la cecina) debe de cortarse en tacos no muy anchos, pero tampoco estrechos. Y hay más. Si quieres ir a ‘pinchar’ un bocado con los amigos, olvídate de pedir lo que se pidió siempre en esta tierra para estos menesteres. Sólo queda un restaurante en León (más concretamente en Armunia) donde puedes meter mano a una ensalada por su sitio, a una tortilla como Dios manda y a un plato de embutidos colmado y sabroso. A cualquier otro sitio que vayáis, sabéis de sobra lo que tendréis que pedir: hamburguesas... ¿Qué se puede esperar al probar una carne picada de ternera o de novilla o de buey?: que la carne esté seca; por cojones va a estar seca. Preguntad a vuestras madres, esposas, novias o cocinillas con qué están hechas las albóndigas esas que os encantan. De carne, sí, pero mezclada: mitad de ternera y mitad de gocho, que tiene tocino y, por lo tanto, no se queda seca. Pues eso... El resultado de todo este desbarajuste es que en España tenemos gordos para aburrir, como en los Estados Unidos. No sé si os habéis fijado que los que más viven, en los pueblos y en las ciudades, son los flacos. Gusto, el de mi pueblo, vivió cien, con una salud a prueba de bombas atómicas hasta los noventa y ocho, y pesaba no más de cincuenta kilos. Y como él, muchos otros que han muerto con salud de hierro y pocos kilos. Lo malo es que en el país de los yanquis, los gordos son, sobre todo, los negros y los hispanos, los desechos de la tierra, los parias, los que no votan a Trump. Aquí no. Aquí los gorditos somos nosotros... Salud y anarquía.
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