jose-miguel-giraldezb.jpg

Hagan magia esta noche

31/12/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Cada año, en estas fechas de diciembre, recorro con mi familia casi cuatrocientos quilómetros con un propósito principal: asistir a la gala del Festival Internacional de Magia de León. No lo hemos hecho en todas las ediciones (este año se ha cumplido la XV), porque nos incorporamos un poco tarde a esta sana costumbre, pero habremos asistido a las doce últimas quizás, eso como mínimo. Ahora forma parte del rito navideño, del rito de los encuentros, a veces encuentros maravillosos que llegan de un pasado cada vez más lejano. No quiero pensar qué será de nosotros el día que nos falte. Vamos tejiendo nuestra red de afectos, vamos construyendo esa necesaria protección sentimental, donde la emoción y los sueños aún son importantes.

La magia ha de ser consustancial a la vida, no un artificio, ni un añadido simpático y lúdico, en el que reconocemos una parte de la infancia. No, no es algo marginal. Tampoco un simple entretenimiento como cualquier otro. La magia no está sólo en el magnífico constructo de emociones que logra articular Juan Mayoral año tras año, con sus increíbles aportaciones internacionales. En realidad, es una actitud, una forma de estar en el mundo. La magia no está sólo en los trucos, o en los magos, sino, mucho más, en nosotros mismos. Los años han pasado, mis hijos han crecido, y tengo la sensación de que creo cada vez más en estas cosas imposibles, más que cuando era un niño y nunca pude acudir a un espectáculo semejante. Ahora es cuando soy el verdadero crédulo. Ahora es cuando quiero desconocer el engaño, evitarme la explicación (aunque me la pregunte). Ahora es cuando estoy más necesitado de la emoción de lo inextricable, del lado menos explícito de la vida. Ahora, más que nunca, es cuando quiero dejarme llevar por lo que evita el dolor de lo cierto, la amargura de lo real, lo que logra disimular la dictadura de la muerte, la brutalidad de la realidad inamovible.

Así que la vuelta a León por estas fechas tiene este motivo, entre otros de menor calado, ahora que ya se ha perdido el fulgor de aquellos días, con el sol brillando sobre la nieve de la infancia (la mayor de las magias posibles). Ahora que ya no quedan abrazos en la casa paterna. Esta vez, el descenso hacia la ciudad que se ha engrandecido, mientras la provincia se vacía, estuvo acompañado de jirones de niebla que terminaron por envolver la tarde en una cúpula de acero. Un buen escenario para el secreto y la sorpresa. La luz amarilla derramándose sobre la noche inminente. La niebla, en ausencia de nieve, como síntoma del invierno. Y la magia, resistiendo la sobredosis de realidad.

El año termina esta noche, y aquí estoy, también, para despedirlo. No hay años, en realidad, sólo el tiempo continuo, el río que nos lleva. Jugamos con el calendario, con los ritos y las liturgias del tiempo que se acaba, con la mágica creencia, una vez más, de que mañana empezaremos a contar desde cero en la procura de la felicidad. El ciclo se renueva, como lo renovamos en primavera o en San Juan, las viejas historias laten en nosotros, y entregamos, como León Felipe, todo, todo para el fuego, nos vaciamos de la gran carga del hombre adulto, del peso del mundo sobre los hombros, anhelamos la risa. Y la magia.

Todas las horas hieren. La última mata. La vieja frase, sin embargo, no nos impedirá asomarnos al reloj (obra de un leonés, me apuntan siempre), el reloj de la Puerta del Sol, para celebrar el tránsito a lo que se supone una vida mejor. Nadie celebra el fin de un año y el comienzo de otro pensando en que vendrán años más malos, como diría Ferlosio. El rito exige optimismo. La liturgia exige colorido, bullicio bajo el frío del invierno. Todos estamos dispuestos a creer en noche tan principal… y, sin embargo… Sin embargo, ha sido un año duro. Supongo que lo que celebramos es haber llegado hasta su último día. Hasta su última campanada. Celebramos poder apurar la última copa de la fiesta, atravesar ese umbral virtual del último segundo, llegar al otro lado del túnel, donde, quizás, se vislumbra una luz. Cuesta creer que el futuro aparezca iluminado. Al contrario, el camino parece oscuro. La magia fue la otra noche un breve estallido al que cuesta agarrarse.

Pero el tránsito implica renovación, al menos la renovación de nosotros mismos. En los últimos doce meses se ha agudizado la sensación de incomodidad global. Los ciudadanos hemos vivido un aumento progresivo de tensión, de insatisfacción, que, desde luego, llega a la esfera privada. Hemos escrito abundantemente de ello. La idea del futuro nunca fructifica como la hemos soñado, pero esperábamos más de todo lo prometido. La deriva que toma el mundo empieza a resultar preocupante y quizás, entre los propósitos del año nuevo, que forman parte de la liturgia de esta noche, habrá que plantearse una nueva manera de entender la realidad, una revolución que vendrá de las personas que no quieren odiar, ni intimidar, ni negociar arteramente con las supuestas y enfermizas superioridades de los unos sobre los otros. En este cóctel de tecnología luminosa que abarrota los escaparates de las ciudades, hay una promesa de felicidad que, tras pasar por los informativos, tiende a convertirse a veces en un miedo orwelliano, en un helador panorama de seres que sólo esperan identificar al próximo enemigo.

Las campanadas a medianoche deberían servir para enterrar los súbitos brotes de incomprensión hacia los otros. El mundo es una empresa colectiva que puede abominar de sus líderes si se empecinan en navegar hacia la tormenta. La confusión ha sido el gran problema del último año. Y el avance del autoritarismo. La omnipresencia de la información, pero sobre todo de la información contaminada, o procesada al gusto de según qué consumidor, ha terminado por enloquecernos. Hay una sobredosis de realidad (real o inventada, tanto da) que nos separa de nuestro mejor yo: el de la utopía, el de los sueños, el de la confianza, el de la risa. Devoramos demasiada realidad. Son muchos los bocados envenenados que quieren provocar en nosotros ciertas reacciones interesadas. Ninguno de ellos tiene que ver con la belleza de los trucos de magia, sino con el intento desesperado de hacernos menos flexibles, menos amigables. Menos humanos.

Si esta medianoche empieza un nuevo año, o al menos una porción de tiempo nuevo, deberíamos vestirnos para oficiar un rito de despedida de la mediocridad consciente que no nos quiere lúcidos, sino convencidos de los eslóganes de diseño, domados por las ingenierías mediáticas. Deberíamos volver a apropiarnos del lenguaje, ahora secuestrado, el lenguaje que nos permitirá construir una realidad diferente, el lenguaje que es capaz de crear magia en nuestras vidas. Hay muchos motivos para el desánimo (también en esta provincia, y cada vez más). Hay muchos avisos para el derrumbe. La noche de hoy debería devolvernos la claridad y la risa. Hay pocas cosas que liberen tanto como el humor. La alternativa a los errores de las democracias (y a los errores de Europa) no es el brutalismo político ni el desprecio de los intelectuales que algunos propugnan. Es verdad que desde la ignorancia se manipula mejor. Si la masa es conducida a la división, a la simplificación, es porque aún no somos capaces de entender que la realidad es compleja, y que muchas cosas no son enteramente ni buenas ni malas, sino que depende para qué, del cómo y del porqué. La aceleración que provoca la ira es muy mala consejera. La ira, el grito furioso, el airear de los bastones, es nuestro mal.

La enseñanza de este Festival de Magia de León que ha cambiado en la última década el ritual navideño de mi familia, y de tantas otras, es que no podemos renunciar a nuestro poder. Es un poder bueno, es un poder cargado de belleza. Un poder verdaderamente mágico. Toda esta atmósfera que han instalado sobre nosotros, esta atmósfera de odios cruzados, de palabras feroces, esta intimidación que se abre camino, esta desazón, este profundo malestar, esa búsqueda de rencores y agravios arrojadizos, ese nuevo dogmatismo censor, ese autoritarismo simplón y rancio: todo eso es lo que debería desaparecer esta última noche del año. Y sería la más grande actuación de magia jamás contada.
Lo más leído