jose-miguel-giraldezb.jpg

Hacia la Navidad, con pocas luces

02/12/2019
 Actualizado a 02/12/2019
Guardar
Siempre he sido muy navideño, quizás porque el frío y la nieve de mi infancia leonesa siguen aún muy presentes en mi memoria, aunque pase parte del año a bastantes kilómetros de distancia de esta ciudad. Creo, de hecho, que siento sobre todo nostalgia de la nieve. Y cuando aparece en los informativos y en los partes meteorológicos no puedo menos que recordar aquellos días en los que durante horas nos afanábamos, mi padre y yo, en limpiar el jardín (él a grandes paladas, yo con mi pala de juguete), envueltos en esa atmósfera incomparable y metálica, en ese aire de plata que sucedía a las nevadas. En fin, eso es algo que muchos leoneses conocemos bien, forma parte de nuestro ADN y de nuestras vivencias, aunque cada uno de nosotros, con toda justicia, lo sintamos como algo particular, como un sentimiento propio e inimitable.

Este año ha habido nevadas tempranas (y yo, envidioso del silencio blanco en la distancia), y se anuncian otras, pero aquel viejo dicho de que un año de nieves será siempre un año de bienes no parece funcionar ya como antaño. No soy mucho de refranes, la verdad, ni de frases hechas (hoy nos fustigan con eslóganes inanes a todas horas, empezando por la política), y, por otra parte, es bien conocido que ese dicho se refería, sobre todo, a la agricultura. Hoy, ni siquiera es seguro que la nieve vaya a mejorar un sector tan maltratado, ni tampoco la vida en el campo, olvidada y despreciada a partes iguales desde tiempo inmemorial. Pero, al menos, se llenarán los pantanos. Tengo esa imagen aún reciente, también en la lejanía, del embalse de Luna sin una sola gota de agua, con el fondo astillado por la seca, envuelto un aire preocupante de desolación.

Y si ya son muchas las noticias negativas que a menudo amenazan a nuestra provincia, que no se sacude de una vez por todas la falta de autoestima y el descenso hacia una irrelevancia a todas luces injusta, el peor paisaje que se me antoja es el de la desertificación y la pobreza que lleva aparejada, la falta de agua en un territorio bendecido por valles y montañas que no tienen nada que envidiar a otros muchos lugares de Europa. Que el cambio climático nos afectará (nos está afectando) es algo seguro. No sufriremos la subida del mar como, según los especialistas, le va a ocurrir en unas décadas a Burela o al Cabo de Gata, por poner dos ejemplos, pero el clima se hace cada vez más extremo, las galernas y los tornados empiezan a sustituir a la lluvia calma con más y más asiduidad, de tal forma que las tormentas arrasan con las cosechas y el suelo fértil, y luego se impone una sequía prolongada, o el viento feroz, que es propio al parecer también de los nuevos cambios del clima.

No son buenas noticias, y, sin embargo, aún persiste eso que se ha dado en llamar «analfabetismo climatológico», que se empecina en negar el daño y el cambio, igual que otros se empecinan en negar otras cosas demasiado evidentes. Hay que poner argumentos científicos sobre la mesa, y dejar de lado la verborrea propia de los círculos políticos, que cada vez atienden más a la propaganda y al sermoneo interesado que al conocimiento.

Nada tengo, desde luego, contra la celebración de la Cumbre del clima que, tras los problemas que impidieron a Chile llevarla a cabo, tendrá lugar a partir de hoy en Madrid. Lo único que espero es que el clima de la cumbre no se politice ni se pueble de engolados discursos para la galería. En lo tocante al clima se impone la acción y el trabajo individual de cada uno de nosotros. No podemos dejar que ese discurso termine secuestrado de manera propagandística, ni utilizado para otros intereses. Lamentablemente, vivimos un tiempo dominado por la tiranía de la ingeniería mediática y el griterío de las redes, como a menudo decimos aquí, así que no será fácil desprenderse de toda la contaminación acústica y visual, del apresuramiento para las fotos, del auge de los símbolos y los iconos, en lugar de profundizar en lo verdaderamente efectivo. De alguna manera, la Cumbre del clima podría estar sometida a los mismos males de la política actual, en la que a menudo cuentan más las imágenes y las frases de diseño (muchas no significan nada) que ninguna otra cosa. Esperemos que los que vengan a Madrid pongan sobre la mesa algo más que ansias de visualización y discursos para la galería.

En realidad, esta Cumbre que comienza hoy, y cuya presidencia corresponde a Chile, es una de las pocas noticias positivas en el escenario confuso y atolondrado de nuestro país. Encaramos el mes de diciembre con pocas esperanzas sobre eso que algunos llamaban la promesa de un futuro próspero. Somo expertos en encallarnos, en bajar los brazos, en complicarnos con cosas absurdas o surrealistas. Y cuando pienso en clave nacional, pues a la vista está, no dejo de pensar tampoco en nosotros, los leoneses, tan propensos al escepticismo rampante, a negarnos a nosotros mismos sin necesidad de que nos nieguen los demás. No se entiende, salvo desde un provincianismo acrítico (aunque duela decirlo, a mí el primero), esto que nos pasa. No es de recibo zambullirnos una y otra vez en el pesimismo, en la queja, en el victimismo. Lo que hay que hacer es demostrar que somos muy capaces de todo lo contrario, y eso implica solidaridad mutua, creer en la gente (en lugar de descreer de todo, como si fuera un deporte), en lugar de dedicarnos a buscar culpas y culpables, algo que finalmente nada nos reporta.

Como país, descendemos hacia la Navidad con muy pocas luces. Es algo paradójico, lo sé, considerando el lucerío que se está montando en muchas urbes (no sé en León), y ahí Vigo y su alcalde, en singular batalla con medio mundo, se llevan la palma. De niño me gustaba mucho que se iluminara la Navidad (poco en aquella época, en la que sí llevábamos la oscuridad instalada en el corazón). Ahora, me sigue gustando, pues algo de optimismo transmite la claridad sobre los viandantes en tiempos tan desorientados. Después de todo, son los comercios los que arrojan la luz sobre las aceras, atrayendo al personal, pues ellos son las nuevas catedrales. Pero las luces que nos faltan son otras. Las luces de la modernidad. Las luces de la comprensión. Las luces de la voluntad frente a la parálisis. Me acuerdo de lo que opinaba Joyce sobre Dublín en 1904. Otro mundo, es cierto. Pero no puedo dejar de pensar en aquella imagen final de ‘Dublineses’, con la nieve cayendo mansamente sobre los vivos y sobre los muertos. Faltan luces para encarar el futuro, el nuevo siglo. Y faltan muchas luces en la política de este país. Necesitamos más luz, como decía Goethe. Y menos iluminados.
Lo más leído