16/12/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Son tiempos de gripe. Los virus, con gran capacidad mutante como bien se sabe, ocupan cuerpos en apariencia sanos y los devoran con fiebres, toses y dolores generales. Si los cuerpos no están todo lo sanos que se piensa, pueden producirse complicaciones serias. Y cuando la cepa es poderosa o las defensas son bajas tampoco pueden descartarse epidemias.

En alguno de esos estados, indeterminados aún, anda metido este país y el mundo entero. Según adonde se mire y lo que se contemple, puede decirse que cualquiera de ellos se manifiesta: el puramente sintomático, el complicado de veras o el epidémico. Y, como ocurre con la enfermedad, en principio no hay tratamiento, hay que pasarla. Lo cual es ya todo un problema: reconocerse como seres enfermos. De hecho, eran muchas las personas que se creían vacunadas y pensaban que la sociedad misma estaba inmunizada frente a ciertos males antiguos que se consideraban superados. Pero no, los virus, se sabe también, se aletargan en realidad, permanecen sin manifestarse hasta que las condiciones favorecen su renacer o su mutación para fortalecerlos de nuevo. En ello estamos y eso explica esta gripe severa que padecemos.

Qué hacer entonces si hasta los profesionales de la medicina y las consejerías y las farmacias y los hospitales todos están también griposos. Hay quien decide curarse en salud con un chaleco amarillo o con un voto de odio, que es lo que aconsejan los nuevos o no tan nuevos hechiceros. Hay quien opta por encerrarse sobre sí mismo como en una burbuja inmaculada, que es lo que predican los sacerdotes del narcisismo. Hay quien se hace epicúreo, que no está nada mal pero cuesta una pasta y no es fácil llegar a ese nivel si no se tiene crédito. Y hay quien modestamente opina que no existe pócima mejor para esta y otras dolencias que el sereno ejercicio de pensar y compartir con los demás nuestros criterios. Esto cansa y requiere paciencia y generosidad, que no se recetan en ningún dispensario. Se cultivan en buena compañía.
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