Graffitis o el arte que sale a nuestro paso

Por Javier Carrasco

04/03/2020
 Actualizado a 04/03/2020
Un ejemplo de graffitti en la capital. | MAURICIO PEÑA
Un ejemplo de graffitti en la capital. | MAURICIO PEÑA
Bordeando el Parque de la Granja parte un camino asfaltado, cortado al tráfico de vehículos, que lleva a la Candamia, cruza ante antiguas huertas  y prados ahora abandonados a su suerte, a la espera de algún plan de urbanismo que los haga apetecibles y rentables. A medio camino desde la entrada al camino y el túnel que pasa bajo la vía de circunvalación que comunica la rotonda de Carrefour con la carretera de Asturias, se levanta una tapia de ladrillo de unos cuarenta metros de longitud y unos dos de alta, que está cubierta en toda su superficie de graffitis con los habituales colores chocantes y chillones, rellenando o resaltando las caprichosas formas de las letras de alguna palabra, que solo los familiarizados con esta manifestación de arte callejero logran descifrar. Los artistas se repartieron la tapia como hermanos y las distintas muestras que recoge  tienen todas las mismas dimensiones. Como disponían de más tiempo que los graffiteros que se mueven furtivos, invisibles, de noche, para estampar sus firmas en el paisaje urbano, y como ninguna amenaza se cernía sobre ellos, sus trabajos están más elaborados que los que acostumbramos a ver en la ciudad.

La definición que la página web del diccionario ABC ofrece de graffiti es: «Entendiéndola como una de las expresiones de arte urbano más populares y características de la actualidad, el graffiti no es más que un dibujo o una obra de arte pictórica realizada en las paredes y muros de la calle. Así,  el graffiti no se mueve o muestra dentro de los círculos intelectuales o privados del arte sino que se caracteriza  por ser expuesto de manera pública para que todos lo vean y disfruten día a día. El graffiti es por lo general anónimo y puede tener diferentes objetivos en lo que respecta a la razón de su realización, mientras algunas son meramente artísticas, otras son formulaciones políticas, otras de protesta y otras son simples mensajes sin mayores pretensiones». Indudablemente en este caso estamos ante unas manifestaciones «meramente artísticas» que lo hacen además «sin mayores pretensiones».

Caligrafía pintada, que no escrita. Con unas raíces que se remontan a Estados Unidos a finales de los años sesenta cuando Cambread, en Filadelfia, define la esencia del graffiti al darle la forma de una firma (tag) para llamar la atención de una chica. Aquella original forma de expresión fue recogida por la prensa negra alternativa. Por todas partes surgieron imitadores que inundaron las paredes, andenes, túneles y vagones de ferrocarril metropolitano de garabatos y pintadas. La contracultura contaba con un nuevo brazo con el que golpear al establishment. Las medidas de control que se desplegaron a medida que el fenómeno crecía se hicieron cada vez más coercitivas, lo que obligó a algunos graffiteros a saltar a Europa a mediados de los setenta. Ellos trajeron al viejo continente aquel soplo de rebeldía. En España el fenómeno se da a conocer en los años ochenta. Cuarenta años después, aún podemos disfrutar de una muestra dando un simple paseo.
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