24/02/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Llegados a estas fechas, uno recuerda inevitablemente dónde estaba, qué hizo y cómo vivió aquel día de 1981. Ocurre tal porque uno, como muchos, diríamos que como casi todos los habitantes de este país, si se exceptúa a los golpistas y a sus palmeros, se sintió en riesgo. Es lo que tiene un golpe de estado propiamente dicho: pone en peligro a los individuos, no sólo al sistema, y esa sensación perdura en el tiempo como un mal recuerdo.

No fue así ni el 1 de octubre de 2017 ni en el mes de septiembre anterior donde se guisó la presunta república catalana. Pudimos sentir, naturalmente, irritación o desconcierto, preocupación o repudio, pero no amenaza personal. En 1981 contemplábamos los acontecimientos por televisión o los seguíamos por la radio con auténtico desasosiego. Tanto que en paralelo pensábamos en cómo garantizar nuestra seguridad. En 2017, en cambio, veíamos lo que ocurría con extraordinario asombro, con incredulidad, con inquietud también, pero no se activó en nosotros ese mecanismo de defensa que nos llevara a tener en cuenta nuestra integridad.

Al margen de otros pormenores, ésta es una diferencia sustancial entre un golpe tal cual y una hipérbole. Es decir, podemos jugar con el lenguaje, exagerarlo y nombrar la realidad como nos convenga, pero el sentimiento individual acaba por afinar los verdaderos significados tanto o más que los diccionarios. Conviene detenerse a reflexionar sobre ello, más aún en unos tiempos como los actuales donde las palabras son uno de los principales instrumentos de manipulación. Ni los términos que se emplean ni los conceptos a los que se refieren son intercambiables, de manera que el abuso del lenguaje es ante todo un abuso de pensamiento, un mal pensar que desacredita o debiera desacreditar a quien así se expresa.

Mucho queda por escuchar, muchas estridencias, muchos excesos verbales y muchos golpes. También en ese terreno se deben valorar las propuestas electorales: no sólo importa el contenido, la forma es también mensaje.
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