21/03/2021
 Actualizado a 21/03/2021
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Los viejos votan mal». La cantinela comenzó a oírse hace unos años, con motivo de los resultados electorales (no tan buenos como cabría esperar) de algún partido político. Sus palmeros –sobre todo, periodistas–, llegaron a pedir que se limitase el derecho a voto por encima de una determinada edad, con argumentos tales como que las decisiones de quienes tienen menos tiempo por delante en este mundo no deberían condicionar el futuro de los más jóvenes. Un edadismo que apuntaba inexorablemente hacia la película ‘La fuga de Logan’: la única vida válida es hasta los 30 años y, a partir de ahí, a hacer morcillas.

La gerontofobia tiene múltiples manifestaciones y aquélla fue sólo una más dentro de una larguísima lista. Últimamente hemos visto otra, mucho más real y cruel. El coronavirus no sólo se ceba principalmente en los mayores de 70 años, sino que también está provocando un extrañamiento hacia nuestros mayores. Son los más vulnerables, hay que protegerlos, hay que sacrificarse. Pero parece como si no se tuviesen en cuenta sus necesidades y peticiones. Es, retomando la máxima del Despotismo ilustrado, «todo para los ancianos, pero sin los ancianos».

No es, hay que insistir, nada nuevo. El culto a la juventud ha desterrado a los mayores de las películas, series o anuncios de televisión. Cuando aparecen en algún producto audiovisual lo hacen según alguno de los cuatro estereotipos de costumbre: el huraño malhumorado, la chalada divertidísima, el déspota veteranísimo, el sabio bonachón y un poco en las nubes… Se esconde a los abuelos porque nos recuerdan a la muerte, y no queremos saber nada de ella: la escondemos también.

Se habla estos días en sede parlamentaria de salud mental, en algunos casos por parte de quienes alentaron aquel penúltimo edadismo. Pero apenas se mencionan las consecuencias devastadoras que está teniendo la pandemia en la psique de la ‘tercera edad’, más allá de los efectos directos del virus. La soledad, la desorientación, el alejamiento de hijos y nietos -que, en muchos casos, suponen el último anclaje con la vida-, la hostilidad manifiesta por quienes piensan que están perdiendo lo mejor de la vida por culpa de «cuatro yayos», la incomprensión general hacia una situación crítica y caótica… Incluso la vacunación, cuyo orden está priorizando a quienes llevan más tiempo en este mundo despierta recelos. Señales inequívocas de un mundo enfermo cuyo futuro pasa, aunque a veces se olvide, por el pasado de quienes nos han precedido.
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