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Gentes de pilila pequeña

16/11/2020
 Actualizado a 16/11/2020
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La recientísima concesión del premio nacional de las letras a ‘nuestro’ Luis Mateo Díez Rodríguez nos invita a reivindicar la memoria de aquella juventud nuestra, atrabiliaria y leonesa, en la que intentábamos asentar las bases de una forma de ver el mundo que nada tenía que ver con la realidad que el país, España, estaba viviendo. Nacidos en el 41 y 42, en el 1963, unos en el seminario y otros fuera, detectábamos claramente que era bien cierto lo que predicaban aquellos maestros religiosos: «La verdadera vida se halla ausente. No estamos en el mundo».

No escuchábamos a los Beatles sino a Beethoven; no bailábamos la Yenka; nos sonaba bien la ‘letra’ del Himno Nacional escrita por Pemán, «gloria a la patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol» aunque abomináramos de los brazos levantados en saludo. De los poetas próximos preferíamos a De Nora antes que a Crémer; y de los lejanos, a Neruda y a Machado antes que a otros. Por eso, nos sentimos inclinados a abrir una ‘claraboya’ por la que entrara la luz diáfana del cielo hasta nosotros, directa, sin intermediarios, sin celajes, sin veladores. Y, camelando a alguno de sus próceres, conseguimos que el mismo Régimen sufragara la revista con la que teníamos la pretensión de socavarlo mediante la poesía, «un arma cargada de futuro» al decir de algunos.

Pero el Régimen estuvo atento; y, cuando en 1968 apareció el famoso ‘No amanece’ del cronista, se conoce que en las alturas alguien le tiró de las orejas al prócer leonés bajo cuya protección sobrevivíamos y se vio obligado a soltarse de nuestras manos, no tan ingenuas. Nos lo contó el padre de Luis Mateo, aquel Don Florentino Díez, secretario de la Diputación, en cuyo relato campea el ministro Fraga y su reprimenda por permitir que unos ingenuos mozalbetes pusieran en solfa al mismísimo himno de la Falange que decía «arriba escuadras a veces, que en España empieza a amanecer» Pero lo habíamos intentado. Y eso era lo importante. Ahora ya podíamos hacernos a un lado y dar paso a los ‘Novísimos’ aquellos brillantes pájaros cantores.

De aquel grupo de jóvenes intrépidos, Ángel Fierro era ‘el poeta’; Higinio y Antón, ‘los pintores’; Agustín Delgado, ‘el cerebro’; y Mateo y yo, los que fustigábamos a la imaginación en el intento de cambiar el mundo y recrearlo todo desde una nueva forma, con palabras aprendidas en el campo de labios de nuestros mayores, siempre dispuestos a perderlo todo.

«Convéncete, Toño, amigo tú y yo es que somos de pilila pequeña» (suele decir Mateo cuando nos encontramos a solas).
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