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Genocidio en Srebrenica

26/11/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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A las puertas de casa y sin inmutarnos más que lo justo asistimos al genocidio de Srebrenica durante la guerra civil de Bosnia, una guerra que parece en el tiempo muy distante pero que no lo es tanto: si veinte años no son nada, no hay razón por la que no lo sean veinticinco. Ya casi se nos habría olvidado que aquello existió (el asesinato de más de ocho mil varones musulmanes, sin excluir a niños, adolescentes o ancianos) si no fuera porque esta misma semana el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia ha emitido su veredicto de cadena perpetua para Ratko Mladic (ejemplo de malvado dotado de ese rasgo que la filósofa Hannah Arendt definió como «banalidad del mal» para caracterizar, aunque no sin controversia, a Adolf Eichmann), responsable intelectual y práctico (aunque no único) de aquella masacre que, sin embargo, nunca nos quitó el sueño. No hay como no querer ver para no ver. La catadura moral del individuo le hizo merecedor de un apodo espeluznante, el carnicero de Bosnia, que le ha acompañado y acompañará en la Historia entre otras razones porque no tuvo valor suficiente para renunciar a él ni siquiera cuando pudo: en el momento del suicidio de su hija Ana quien, en 1994 y con apenas 23 años de edad, se quitó la vida con el arma preferida de su padre. Como en muchas otras ocasiones a lo largo de la historia y como ha ocurrido siempre en el caso de los genocidios, a las víctimas se les niega incluso el nombre del delito. La línea, a veces sutil, que separa una masacre de un genocidio nunca es reconocida por quienes lo perpetran como si de esa manera fueran menos culpables. Ocurrió en el caso del genocidio armenio por parte de los turcos y hay quienes son, incluso, capaces de negar el de los judíos. Por esa razón, y aunque sea con más de veinte años de retraso, la sentencia que condena a Mladic por genocidio (y por asesinato, terror, secuestro, deportación, desplazamiento forzoso, actos inhumanos…) tiene una gran importancia: no devolverá la vida a los muertos ni proporcionará paz los supervivientes, ni recompondrá familias pero quedará grabado en la memoria colectiva de aquellos que creen y confían en la justicia. Y tiene más importancia aún, si cabe, porque en julio de 2015, cuando se cumplían 20 años de aquella brutalidad, Rusia vetó una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU que condenaba la masacre calificándola de genocidio. Estos días se vuelve a hablar de los Balcanes y de las razones de esa guerra cercana con la que convivimos sin sentirla como algo nuestro. Duele reflexionar sobre el hecho de que el siglo XX se abriese y cerrase de manera parecida. A quienes tienen a los suyos bajo las lápidas de Potocari les hacía falta este acto de justicia.
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