13/01/2019
 Actualizado a 07/09/2019
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El problema una vez más vuelve a ser de lenguaje. Como en tantas otras situaciones, la realidad existe en la medida en que tiene nombre y el nombre acota esa realidad.

Cuando a la violencia que ejercen los hombres sobre las mujeres lo llamamos violencia de género no hemos delimitado adecuadamente ese tipo de agresiones y por sus rendijas, como vemos ahora, se nos cuelan todo tipo de variables acomodaticias o sencillamente retrógradas. No ocurriría tal si hablásemos de violencia machista sin más consideraciones. Nos referiríamos entonces a las agresiones que padecen las mujeres por ser mujeres sin necesidad de atender a otras circunstancias añadidas, ya sean domésticas o no. Agresiones ejecutadas, naturalmente, por un tipo de hombres acomodados en una mal supuesta superioridad y dominio, en unos atavismos contra los que se ha elevado la civilización y en unas formas de proceder identificables en todos sus ámbitos de actuación, sean estos la judicatura, la política, la convivencia o el ocio.

Género acaba siendo un término ambiguo que nos obliga a su constante definición según los contextos. Machismo, en cambio, es un término suficientemente concreto, que no requiere explicación. Ni siquiera los más rancios de nosotros se atreverían a negar leyes contra la violencia machista con la misma alegría que lo hacen con las leyes contra la violencia de género. Sencillamente porque lo expreso en la primera fórmula no tiene dobleces ni estadísticas manipulables con las que argumentar o vacilar. Es lo que es.

En cualquier caso, cuando se hace necesario gastar tanta saliva y tantas palabras en demostrar lo evidente, que las mujeres son asesinadas de un modo insoportable, estamos superando claramente las fronteras de lo lingüístico para entrar en el negociado de la misoginia. Bien está, no obstante, que los machos se identifiquen y descubran a la par sus propuestas políticas sin disimulo. Basta una de ellas, como en este caso, para calibrar, si se quiere, el sentido del conjunto.
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