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Genarín y los palomos

28/05/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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En la rotonda de la plaza San Atón de Badajoz estuvo a punto de aplastarme un camión de la basura (ignoro ahora cuál de los dos conductores, si el del camión o yo, infringió la norma de ‘ceda el paso’). Lo que enseguida me vino a la cabeza tras el sobresalto fue la sonrisa que habría aflorado en los labios de los amigos de León, durante mis exequias, en caso de haber llegado a mayores el asunto, es decir, si el camión de la basura me hubiese enviado al otro mundo. Y es que, con toda seguridad, se acordarían de Genarín, personaje de sobra conocido y que murió la madrugada de Viernes Santo de 1929, atropellado por el primer camión de la basura mientras meaba su borrachera en las traseras de nuestra Pulchra Leonina.

Como es sabido, en ese día y a esas horas se celebra desde entonces –menos en la época franquista, claro está– el entierro de Genarín, conocido vendedor de pieles y, a la postre, patrón de putas, de poetas y de borrachos, lenguaraz difundidor de ripios y dichos en las tascas y prostíbulos del casco antiguo de la ciudad donde alcanzó fama. Y fueron poetas y personajes reconocidos quienes se convirtieron en sus ‘apóstoles’ y quienes alumbraron el protagonismo del personaje a base de difundir la maestría y el gracejo del pellejero con libros (imprescindible el de Julio Llamazares), artículos y poemas donde difundían sus proclamas y sus milagros, tras haberlo canonizado. Ahora son sus sucesores los que lo sacan en laica procesión compitiendo, el Viernes Santo, con los portadores de la otra, la clásica Procesión del Silencio. Como cualquiera puede imaginar, los mensajes y proclamas que los acólitos de Genarín desgranan, no podrán equipararse nunca con los que desprenden los ecos de la procesión del Silencio, entre otras cosas porque los discípulos de Genarín no se alimentan del recogimiento y la oración, tradicionales de los pasos religiosos, sino del orujo, tan identificado con la imagen del irreverente pellejero. Y así, los jóvenes, que son quienes se apuntan cada año a su celebración, recitan estos ripios, botella en alto: «Santo Genaro del alma / patrón de las prostitutas / y de los turbios beodos / que en las tabernas reclutas. /Faro lúcido, adalid / de los poetas más fieles / Borrachuzo empedernido,/ cargado siempre de pieles / Concédeme este favor (…)/ oh pellejero divino / que yo te he de prometer / emborracharme de vino / Pero qué digo de vino / de aguardiente habrá de ser / que la fama que adquiriste/ a base de orujo fue…»

Y luego como colofón: «Y siguiendo tus costumbres / que nunca fueron un lujo / bebamos en tu memoria / una copina de orujo».

Viene a cuento este largo preámbulo al observar, un año más, el guirigay que se forma en Badajoz como consecuencia de la celebración de la Fiesta de los Palomos, alboroto liderado en gran manera por un empuje juvenil que alentó, en su día, el alcalde de la capital y que apoyó en televisión el Gran Wyoming. La aventura que, desde todos los puntos de España, tiene su fin de etapa en Badajoz, llena las calles de la ciudad de gestos y colores nunca vistos a lo largo del año. En cualquier caso no hay que olvidar que tanto la celebración del pellejero borrachín como el trastorno multitudinario de los gays (o de quienes, sin ser portadores de dichas personalidades, apoyan su idiosincrasia) abarrotan las calles de sus ciudades, pero, sobre todo, las tiendas, restaurantes, bares y hoteles, cuyos propietarios reciben gozosos, lo mismo a los simpatizantes de los gays como a los de Genarín, o a quienes se apuntan, sin ser ni de aquí ni de allá como decía Alberto Cortez, al ritmo de la fiesta.

Cientos de festejos de este tipo se celebran, al cabo del año, en distintas localidades de nuestra geografía. La mayoría de ellos llevan años arraigados en las conciencias de sus habitantes. La Fiesta de los Palomos y la de San Genarin, por el contrario, han tenido que esperar a que muriese el Caudillo (no sé por qué me suena raro ahora el nombre, cuando hasta los veinte años no pasaba un día sin que yo lo escuchara en la radio de mi casa de Puente Castro entre vítores y marchas militares) para despegar sus alas jubilosas por las calles principales de las ciudades que los promocionan. Más costoso, sin embargo, ha sido el precio pagado por los gays –a la hora de recuperar su identidad sexual–, que el de los fieles admiradores de San Genarín, procesión la de éste a la que se han adherido ciudadanos de todas las edades, tal vez porque a la mayoría ‘multicolor’ les cuesta todavía abrirse y ofrecer esa pizca de arrogancia chabacana que ofrecen sin pudor los seguidores del pellejero. En este sentido era de admirar cómo, lejos de la plaza Alta de Badajoz, un grupo de veinte muchachos, elegantes, guapos, apacibles habían ocupado una mesa muy larga y degustaban un bacalao dorado y un solomillo al ajo tostao mientras charlaban sin atisbos de pedantería o histrionismo, y se dejaban hacer fotos sin presentir maledicencia o burla algunas en el portador de la cámara fotográfica. Y digo yo si no sería cuestión de llevar a los Palomos a León y traer a Genarín a Badajoz. Por cambiar.
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