14/06/2018
 Actualizado a 08/09/2019
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Este verano realizaré el experimento de la paradoja de Srchödinger. ¿Que por qué lo haré? Estoy muy loco y soy curioso. Claro que tendré que esperar a que vuelva Jaime, el de Luchi, de los Estados Unidos y me ayude, que si lo hago yo sólo me va a salir un pan como unas hostias. También tendré que vencer algún prejuicio moral, todo por no enfadar a los animalistas y a las doñas. Porque, ¿qué utilizaré?, un gato o una gata; y, ¿ lo haré virtual, como lo hizo Srchödinger, o real, existiendo la posibilidad de que el gato (a), muera? Tengo que pensarlo mucho, al no querer herir los sentimientos de los colectivos antes nombrados, los amos de este país. A lo mejor paso de todo y, en vez de este simpático animal, lo hago con un hombre(a), político a ser posible, que seguro que nadie protestará. Os cuento el experimento: en una caja grande se mete al animal. Se instala un dispositivo que pueda romper un frasco lleno de veneno y se lanza un electrón que pueda, o no, activar el artilugio. Existen un cincuenta por ciento de posibilidades de que lo haga, y que el gato muera, o que no lo haga, y que el gato viva. Esto lo sabremos después de una hora, tiempo en el que abriremos la caja. Mientras tanto, el gato ha adquirido una nueva dimensión: esta vivo y muerto. Cuando lo liberemos, y solo entonces, dejará de estar vivo y muerto para pasar a estar o vivo o muerto. Cosas de la mecánica cuántica, de la que no tengo ni puta idea, (de ahí lo de esperar a que llegue Jaime, que es un máquina para estas cosas). Me consuela, eso sí, pensar que uno de sus creadores, Richard Feynman, dijo aquello de «si usted piensa que comprende la mecánica cuántica, es que no ha entendido nada».

La semana pasada, este periódico publicó una noticia en la que se decía que había aparecido un ataúd en un contenedor enfrente del cementerio de San Andrés y que el ayuntamiento iba a investigar quién había sido el cachondo que lo tiró allí y que le iba a caer una multa del copón. No entiendo, la verdad, tanto revuelo y lo de la multa: una tira la basura que le sobra en casa y se acabó, creo. Entendería lo de la multa si es porque el tipo tenía de haberlo echado en el punto limpio, pero si no, la verdad es que no alcanzo a comprender. Será que, como ya os dije en otras ocasiones, uno vio féretros en la bodega de su casa y en la patatera desde bien niño y no le hacen mención. Sí; sé que para la mayoría de vosotros es desagradable y que os entra tiritona de pensarlo, ¡que le vamos a hacer!

Después de la guerra incivil, casi no había coches privados en los pueblos, (ni gasolina para hacerlos funcionar), por lo que los autobuses de línea fueron casi la única forma de llevar a la gente de los pueblos, (entonces sí, llenos de gente), a la ciudad. Aquellos autobuses eran muy diferentes a los actuales. No eran muy grandes, por lo que tenían pocos asientos, y todos llevaban baca en su techo. Allí, además de todos los bultos que os imaginéis, trepaban muchos de los viajeros, los que llegaban tarde, para hacer el viaje. Aquellos autobuses venían a parecerse a los que vemos en los documentales de la tele que nos cuentan cosas de la India, de Pakistán o de algún país de Centroamérica, pero sin decorar con los maravillosos dibujos y adornos que éstos tienen. Un día, hace muchos, muchos años, un viajero fue a la parada para coger el autobús que lo llevaría a la montaña del Porma. Llovía a Dios dar agua. Cuando llegó se encontró con que estaba lleno de gente, por lo que subió a la baca. Había allí una caja de muertos que habían encargado en Lugán o en Candanedo, para, lógicamente, enterrar a un difunto. Ni corto ni perezoso, nuestro hombre la abrió y se tumbó tranquilamente. Estaba tan a gusto que se durmió como un tronco, a salvo del frío y de la lluvia. El viaje continuó sin mayores sobresaltos. Aquellos cacharros alcanzaban, en llano o cuesta abajo, nunca subiendo, los cincuenta o los sesenta por hora, por lo que los viajes se hacían eternos para todos, menos, aquel día, para él. Cuando se despertó, el autobús circulaba más o menos por el Encinar de Devesa. Abrió la tapa, sacó una mano y preguntó: «¡Qué!, ¿ha dejado de llover?». Fue el susto tan morrocotudo que cinco o seis viajeros se tiraron en marcha y, ¡claro!, la leche que se metieron fue de época, siendo llevados al médico de Vegas para ser atendidos. El hombre, sin embargo, estaba tan tranquilo y seco que, seguramente, no pudo reprimir una sonrisa.

El asunto es si durante el tiempo que estuvo encerrado en la caja el hombre estaba vivo y muerto. O si había un cincuenta por ciento de posibilidades de que estuviese vivo y otro cincuenta de que estuviera muerto... Cosas de la mecánica cuántica y de la paradoja de Srchödinger. Todo por no querer mojarse. Salud y anarquía.
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