06/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
La razón por la que en Vegas se muere tanta gente que no debería morirse es, sin duda, la guerra que dura ya cuarenta años, desde aquel día en que se sembró la primera hectárea de maíz. El espíritu de Gaspar Ilom está presente en todos los velatorios y sabe que está ganando la contienda contra los que profanaron el maíz y lo siembran solamente para ganar dinero y no para comer. Da igual que el alma de Vitorón o la de José ‘el gitano’ o la de Candi Laso se hayan transformado en coyote, en lobo o en milano... Seguirán buscando el espíritu protector por toda la eternidad, desoyendo los cantos de los ángeles o de los demonios que intentan que se queden quietos así en la tierra como en el cielo.

El maíz dejó de ser el alimento que nos dieron los dioses para convertirse en una forma de ganar dinero o de alimentar a animales. Esto les molestó mucho y por eso dijeron a Gaspar Ilom que se sublevara, que iniciase una guerra eterna, que matase, sin remordimientos, al mayor número de hombres que pudiese. No se sabe el porqué eligió a Vegas como campo de batalla; cómo se trasladó la lucha desde las montañas de Guatemala hasta la ribera; cómo ha conseguido que la guerra tenga mucha más repercusión aquí que allá. Pero lo ha conseguido. Cada año, además de los viejos que se mueren porque no les queda más remedio que morirse, se lleva consigo el alma de uno o más hombres y mujeres a los que, en condiciones normales, no les había llegado su hora. Y la rueda sigue girando...

El otro día, por la noche, no se escuchaba ni un ladrido, ni un aullido, ni un canto de los pájaros. No es normal y así lo pensé cuando me levanté a mear a las cinco de la mañana. Pero no le di importancia. Y me equivoqué. Era el silencio absoluto que precede a la batalla, la paz silenciosa que llega antes que el ruido del cañón o de la pistola. Era el preámbulo de la guerra. Dos día después, se confirmaron los augurios y otro muerto a destiempo había quedado en la cuneta de la vida. No me di cuenta que iba a suceder. Pensé que el lobo se había escondido en la cueva más profunda; intuí que el milano había dejado de volar porque estaba cansado. No era verdad. Estaban esperando a entrar en batalla; esperando a que llegase el alba para poder acercarse a cualquiera de las posibles víctimas y acertar a morderles en el corazón para que no sufrieran. La verdad es que uno se siente indefenso, impotente, desarmado ante su terrible fuerza. Uno se siente como si fuera un niño de cinco años que se levanta asustado después de una noche de pesadillas.

Sé que lo que llevo escrito hasta ahora dejará fría a la mayoría de mis diez lectores. No lo entenderán, porque no comprenden el poder de la magia. Solamente trato de explicar como me siento después de la muerte de un amigo. Otro más, y van..., que se marcha antes de tiempo.

Recurro a Miguel Ángel Asturias como había podido hacerlo con Cunqueiro o con García Márquez. Da lo mismo uno que otro. Pero Asturias me da pie para buscar un hilo conductor en el maíz, cultivo que llegó a Vegas, y al resto de la provincia, hace ya cuarenta años, el tiempo, más o menos, que llevo dándome cuenta que mis amigos comenzaron a irse. Antes no te enteras. Mi primer muerto fue Suárez, un compañero de clase en el manicomio. Un verano le entró un cáncer y no llegó con vida a primavera. Lo sentí, ¡claro!, pero a esa edad, (tendría trece años), tienes la cabeza ocupada en mil cosas y casi no te das cuenta. Ahora sí. Será, también, que ves que el reloj avanza y que no hay Dios que lo detenga y que a cada tic tac se te va un halo de vida. Procuras, no obstante, no pensar en ello, aunque tengas la seguridad que esta puta vida es una gran partida de ruleta rusa y que es cuestión de azar el seguir vivo mientras tú gente, tú familia, tus amigos, han tenido la desgracia de apretar el gatillo cuando la bala estaba dispuesta a salir. Da lo mismo que te cuides que no; da lo mismo que fumes como un cosaco aburrido, que bebas como un protagonista de Dostoievski, que folles sin condón con todo lo que se menea. Si tienes suerte, tiras para adelante y sino, te pilla Gaspar Ilom y se te vas a criar malvas. Aun sabiendo todo esto, que lo sabes, no puedes dejar de atormentarte cada vez que alguien muere, y es porque no puedes dejar de hacerte la fatídica pregunta: «¿Por qué no me a tocado a mí?», pregunta que, aunque todos nos la hacemos, nos deja tan fríos y apocados como una helada tardía. Tenemos miedo, no por el que se fue, sino por nosotros, porque nos sentimos indefensos y abandonados, y queremos que el alma transmutada en coyote, en lobo o en milano de nuestros amigos nos proteja.
Lo más leído