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Garrapatas voladoras

21/08/2022
 Actualizado a 21/08/2022
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Hay una foto en la que salgo con mi hermano (él con un año, yo con dos), sentados en una pradera otoñal, las hierbas bien altas, el sol poniéndose al fondo. En realidad, es una serie que nos sacó mi padre con la yashica, pues en otra aparecemos con mi madre, dándole a oler flores que había por allí.

La imagen bucólica es hoy imposible. Si alguien viese que sitúa a su prole en un campo con esas características le llamaría la atención. «Qué insensatez», como la canción de Jobim, dirían para sí los que no se atreviesen a tanto. Las culpables de ese cambio son pequeñas pero cabronas.

En efecto, hablamos de las garrapatas. Esas pequeñas parientes de las arañas que llevan ahí, chupando la sangre de todo bicho viviente, desde mucho antes que empezásemos a andar a dos patas. El otro día una supuestamente prestigiosa publicación de presunta ciencia alertaba de que las enfermedades asociadas a las picaduras de garrapatas habían alcanzado «proporciones epidémicas» en Estados Unidos. Entre las dolencias causadas por estos artrópodos destaca la enfermedad de Lyme, la patología transmitida por vectores más extendida en el hemisferio norte y que ha afectado incluso a la estrella musical Justin Bieber. Otros problemas derivados de sus ataques son la fiebre hemorrágica de Crimea Congo o la anaplasmosis.

Los medios, al ver el filón que había en lo de asustar a la peña con lo de las infecciones, subrayan los nocivos efectos de las picaduras garrapatiles, que van desde la pérdida de memoria, la fatiga extrema o la alergia súbita a la carne roja. Todas las informaciones difundidas coinciden en el aumento exponencial de las afecciones asociadas a las picadas de dichos ácaros. Y en casi todas se establece una conexión entre la mayor predominancia de estos bichos con el aumento de las temperaturas y, por tanto, el cambio climático.

Sea como fuere, el caso es que ahora hay que tener muchísimo cuidado cuando se va al campo, no salirse ni un milímetro de los senderos oficiales y, por supuesto, nada de tumbarse a hacer una merienda en un claro del bosque. Los prados, las mieses, el heno, las hierbas en general, son ahora como ciénagas purulentas, lagos de lava, afloramientos de burbujeante veneno. Si alguien osa ir por el monte con pantaloncitos cortos es visto como un suicida.

El único consuelo que queda es que estas diminutas sabandijas, al igual que el resto de los arácnidos, no tiene alas ni, por tanto, puede volar. Ha de trepar por las hierbas y esperar el roce con el citado senderista de sexys shorts. Pero no nos confiemos nunca con la mala leche de la Naturaleza ni descartemos futuras mutaciones.
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