03/06/2021
 Actualizado a 03/06/2021
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Con este mal negocio de la pandemia, por lo menos aprendimos quienes eran, de verdad, los trabajadores ‘esenciales’: por supuesto, los médicos, las enfermeras, las auxiliares de clínica, las limpiadoras de los hospitales, centros de salud, etc; los maestros, los picoletos, la madera (estos con bastantes reservas), los agricultores, los pescadores, los panaderos, los ganaderos y alguno más, pocos, que se me olvidan o que, si los pusiera, no me entrarían en el folio. O sea, las personas que nos cuidan, las que nos quitan el pelo de la dehesa y las que nos alimentan. Desde que los hombres se juntaron para vivir en pueblos y en ciudades, siempre ha sido así. Desde entonces, también, han proliferado un montón de cleptómanos y engañabobos que han vivido del cuento y se han aprovechado del trabajo de los imprescindibles, hasta lograr ser ellos los ricos, los dueños de tierras, los detentadores del poder. En nuestra época, esta gente se ha multiplicado como las moscas o las setas en otoño. Me estoy refiriendo a los políticos, los curas (rabinos, imanes, pastores y demás ralea también), los directores generales de las empresas y un largo etcétera… Estos días, a modo de ejemplo, hemos leído en los diarios y visto en la televisión, la bronca que se ha formado en Indra, porque el Gobierno cesó al director general e intentó, y logró, poner en su lugar a «uno de los nuestros». O el cruce de acusaciones entre la nueva cúpula de la Caixa y la Ministra de Economía, por el intento de los primeros de subirse su salario, ya de por sí indecoroso, aún más. Tanto Indra como la Caixa, funcionan exactamente igual sea quién sea su director general y sea cual sea, también, el sueldo que éste cobre. Quiénes ponen en marcha todos los días la maquinaria de estas o cualquier otra empresa, son sus empleados; desde el conserje al oficinista, al vendedor o al que curra en la calle, aguantando el sol, el frío o la lluvia. Pero esta sociedad es tan estúpida que consiente que el ganadero que ordeña la leche que tomamos en el desayuno las pase moradas para cuadrar sus cuentas (que, por cierto, casi nunca lo consigue) y, sin embargo, deja que los intermediarios y los supermercados eleven el precio del producto hasta límites obscenos… y que, en la práctica, actúan como gángsteres de una película de serie B.

Desde que empecé a ir, por obligación, no por ganas, a los organismos oficiales (Hacienda, el Inem, el Inss, etc), que vino a coincidir con el establecimiento de las comunidades autónomas, me di cuenta (tampoco hace falta ser Einstein), de que los funcionarios iban creciendo y creciendo en número. Hoy, en muchos casos, hasta están duplicados en sus funciones, y otros parece que tienen como única misión joder al ciudadano. Ningún Estado puede aguantar esta movida, porque a esa gente hay que pagarle y no sabemos de dónde sale del dinero. ¡Oh, sí!, sí lo sabemos: sale de nuestros impuestos que, cada día que pasa, suben más. Toda esta duplicidad de funciones y de funcionarios no tiene ningún sentido, pero la padecemos. La mayoría de esta gente, reconozcámoslo, es prescindible. El Estado funcionaría igual sin ellos. Pero los políticos, esos que nos gobiernan, intentan por todos los medios colocar a los suyos, darles un medio de vida, tenerlos contentos para que, cuando llegan las elecciones, los voten.

Pensaréis que soy un exagerado… cuándo no lo soy. Todas estas reflexiones de andar por casa me han surgido al leer un libro que ha sido un hallazgo: ‘Trabajo. Una historia de como empleamos el tiempo’, de James Suzman. Al leerlo, me he dado cuenta de que algún ‘intelectual’, sobre todo si nos enseña algo y nos lo cuenta para que todos lo entendamos, es tan valioso para la sociedad como el labrador o el ganadero o el médico. Suzman nos dice, por ejemplo, que los cazadores-recolectores, aún en los lugares más inhóspitos del planeta, dedicaban a trabajar ¡quince horas a la semana!; que era rarísimo que pasaran hambre (más bien todo lo contrario: su dieta era mejor que la de los sedentarios y padecían muchas menos enfermedades), y que, sus sociedades, se basaban en un igualitarismo total. No, no estoy diciendo que volvamos a esa vida, mayormente porque no la soportaríamos. Pero, también nos cuenta Suzman todos los problemas y conflictos que tenemos en la sociedad opulenta en la que vivimos y nos da alguna solución que, por supuesto, nunca pondremos en práctica. Otros autores de primer nivel, como Jared Diamond, también aboga por unas medidas parecidas, aunque con un pesimismo mayor que el del inglés, seguramente porque es mucho mayor y los viejos, por regla general, son pesimistas con argumentos, al haber vivido muchas decepciones en su trayectoria en este mundo.

Leed el libro, por favor. Llegaréis a las mismas conclusiones que un servidor y os hervirá la sangre, como me ocurrió a mí, pero, por lo menos, sabréis más que antes de empezar a leerlo. Sólo por eso, merece la pena. Salud y anarquía.
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