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Galgos y truchas

16/05/2021
 Actualizado a 16/05/2021
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Dos imágenes. Una es la primera vez que vi un galgo. Todo ojos, me miraba apoyado en unas patas que parecía que iban a romperse, cric crac, allí mismo. En León no fue, eso seguro, pues recuerdo que me impresionó su porte extrañísimo, tan diferente de los mastines de por aquí y seguramente visto ya en películas y fotografías, pero nunca de cerca, con sus huesines puntiagudos a punto de romperle la piel desde dentro. Más tarde supe lo que le hacían a esos bichos en España (ahorcados, arrojados a un pozo, desollados) una vez que dejan de cumplir con su función más habitual, que es la de servir de ayuda a cazadores. Ahora que lo pienso, tuvo que ser en una gran ciudad, porque al verle alejarse con su mirada de hambre y sus pasitos de cansancio pensé que ese bicho necesitaría correr sus buenos kilómetros diarios y que quizá un pequeño apartamento de una zona guay del centro no sería el mejor lugar del mundo para él. Pero, la verdad, era de lo más fardón y todo el mundo se quedaba mirando. Al poco empecé a ver más y más por las calles, coincidiendo con la proliferación de asociaciones de rescate de esta raza.

En la segunda imagen estamos mi hermano y yo, con siete y seis años en el Riaño ‘viejo’, el de antes del embalse. Metidos en el Esla con un cubo de playa, acabamos de capturar una trucha, no se sabe bien cómo, y la llevamos a la antigua cuadra de la casa de mis abuelos. Una opción era entregarla a nuestros mayores para que la cocinasen. En lugar de eso decidimos no decir nada de nuestra captura y criarla en secreto. Atraparíamos gusarapos en el río y sacaríamos lombrices de al lado del tronco de cortar leña (virgen santa, lo que tocaron estas manos en la infancia sin el más mínimo atisbo de asco) para alimentarla. La pondríamos en un balde grande, que seguro que alguno habría en el desván. Todo esto lo contábamos mientras el salmónido agitaba mi brazo con los coletazos dentro del cubo que yo llevaba. Lo dejamos en un sitio un poco recóndito, tapado tal vez por un viejo cedazo para que no saltase o volcase su cárcel acuosa. Y nos olvidamos completamente. Recuerdo, algunos días después, caer en la cuenta de nuestra desatendida ‘mascota’, llegar a verla y notar el ‘bofetón’ del olor a animal muerto y aguas pútridas. La desilusión mientras le dábamos piscícola sepultura para que se la comiesen esas lombrices que iban a convertirla en una criatura simpática y amorosa.

Lo que son las conexiones mentales. Cada vez que vuelvo a cruzarme con una mirada galguna, me vienen a la cabeza esos otros ojos de trucha, mirándome reprochadores, «contempla lo que has hecho». Y me acuerdo también de mi compañero Paco Rego, que murió este jueves, y que tanto hizo por enseñarnos a convivir de una manera humana, y no salvaje, con el resto de animales.
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