15/02/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Después de asistir a la trifulca que se ha montado por el vídeo de la celebración del cumpleaños de Cristiano Ronaldo, no es de extrañar que a los futbolistas se nos haya tenido siempre como individuos cortos de entendederas, sobre todo si el botón de muestra es el que escenificó el dueño del ‘balón de oro’. Porque a quién se le ocurre celebrar una fiesta multitudinaria tras la goleada que le asestó el rival capitalino… Aduce CR7 que la fiesta había sido organizada previamente y no tenía posibilidad de suspenderla. De cuya excusa se desprende no, precisamente, el gesto supremo de su confianza en la victoria, sino la necedad al no prever la de su contrario, incluso si pudiese llegar a considerar que la derrota se consumó por la nefasta actuación de sus compañeros, que tampoco fue el caso, digámoslo así.

Y fue entonces cuando el presidente Florentino, apechugando con su consecuente responsabilidad, acudió a Valdebebas a echar su ‘santiaguina’ (las broncas que, en parecidos casos, solía arrojar Santiago Bernabéu), y aprovechó la reprimenda a los componentes de la plantilla por la evidente caída del juego del equipo, para señalar con el dedo, por su imprudencia, al portugués (imagino que con el dedo encogido). Y aquí paz y después gloria. Porque, por lo que se refiere a la plantilla del Real Madrid, ni fue la primera ni será la última vez que alguno de sus futbolistas se desbrava en horas y situaciones intempestivas. Los antecedentes son incontables: el mismo Raúl –siempre cándido y sumiso– apareció fotografiado, junto a Guti, en situación más que comprometida en los escusados de una discoteca.

Sucede, por el contrario, que si la evidencia de sus desmanes nocturnos casan con la apoteosis puntual del triunfo, se maquilla la falta, y la bronca se torna confidencia por parte del mandamás: mira chaval que te lo pasaste bien anoche, granuja, quién pudiera estar en tu pellejo. Por el contrario, como ha sucedido con la fiesta del cumpleaños de Ronaldo, semejante provocación –la de aparecer cantando en el karaoke cuando se celebra el festejo tras una derrota apabullante– alcanza una resonancia mediática semejante, en su grandiosidad, al incontenible caudal que nos espera por estas tierras cuando los ríos reciban el producto de la nieve diluida. Pero, como digo, en el Real Madrid se anotaron ya dichas anécdotas en la época de D’stéfano, en la de Juanito y, sobre todo, en la del otro Ronaldo, en la de los ‘galácticos’. La guinda del pastel –hablando de las andanzas nocturnas de los jugadores del Madrid– la puso David Beckham, más que nada porque solía hacerlo a diario y, que yo sepa, nunca le valió reprimenda alguna, tal vez porque Beckhan era un futbolista de clase no sólo en el terreno de juego, sino fuera de él, y los que portan el estandarte de la calidad se sienten más respetados que ningún otro.

Muy cerca de la Castellana y del Bernabéu había una Taberna –The Irish Rover, no sé si aún vigente– que frecuentaba el bueno de Beckham. Me lo presentó un amigo. Era viernes, bien entrada ya la noche, y el ‘galáctico’ se mostró afable y natural con alguien desconocido para él, como yo. Tenía, me dijo el amigo, aquel lugar reservado en la Taberna: una especie de trono visible a todo el mundo donde recibía a los admiradores con su habitual campechanería y largueza. Te estrechaba la mano con el entusiasmo del amigo íntimo al que vuelves a ver al cabo del tiempo. Era el ‘Dios Beckham’ y, como digo, ningún miembro de la directiva censuró jamás su comportamiento. Estoy seguro de que algo tuvo que ver para su arraigada absolución el hecho de que nunca se le viera traspasar la raya con excentricidades, tan habituales en Cristiano Ronaldo.
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