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Funda de móvil

29/01/2023
 Actualizado a 29/01/2023
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Compré una funda para el móvil bajo dos criterios fundamentales: el primero, el de la resistencia y protección, para que nada me volviese a hacer pasar por el penoso trance de ir a la reparación de pantallas rotas; el segundo, y más fundamental, que fuese compatible con los imanes esos con los que pegas el teléfono al salpicadero del coche.

Fue difícil, pero encontré una. Tal vez demasiado barata, quizás demasiado esfuerzo, pero obraba al fin en mi poder. Un día, la pieza de metal con la que se fija al citado imán del salpicadero cedió y el móvil cayó, libre al fin de la cárcel automovilística. Al descubrir que por ahorrar cuatro perronas había perdido el doble, me ofusqué. Me acordé entonces del refranero («compro caro porque soy pobre», «lo barato sale caro», etcétera) mientras sopesaba volver a adquirir otra funda algo más cara. Pero, ya digo, estaba obcecado. Y la obstinación es muy mala compañera en la toma de decisiones.

«Esto lo arreglo yo», me dije. Y empecé a ver posibilidades para recortar fragmentos de metal que encajasen en el hueco que dejó la pieza cedida. O, a una mala, que fuesen recortables para sustituirla. En esto –y aquí permítaseme situarme al nivel de Arquímedes, Fleming y otros genios de la técnica que lograron grandes descubrimientos con la colaboración inestimable del azar– un día hallé por casualidad que determinadas monedas son sensibles al magnetismo. Especialmente las de menor valor, las recubiertas de cobre. Me fijé en que la de 1 céntimo era demasiado pequeña y bailaba, mientras que la de 5 céntimos no entraba por un pelín.

Al tiempo que buscaba en la agenda los amigos que podían tener una esmerilladora para poder rebajar la moneda sobrante, me fijé en la de 2 céntimos. Acaso la más repudiada de todo el catálogo monetario de la Unión Europea: de un lado, ni siquiera tiene el rango simpático del escalafón más bajo de la calderilla; del otro, casi ni vale la pena agacharte por ella, porque no te la admite ninguna máquina expendedora ni de aparcamiento.

Puse los dos céntimos en el hueco de la funda del móvil y la pieza quedó holgada. Pero apliqué una generosa dosis de Super Glue-3 (gracias señores de Loctite, a pesar de todas las veces que hicieron que el índice y el pulgar se me quedasen adheridos durante unos larguísimos y angustiosos segundos) y se quedó. Y ahí sigue.

Miro la funda, completamente operativa gracias a la moneda pegada, y me siento como Gustavo Eiffel cuando miraba su torre en París o como Battista Pininfarina ante su Alfa Romeo Spider. Y canto, gozoso: oh, trabajo manual, que nos dignificas con pequeños logros que se sienten grandes en nuestro corazón.
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