Funcionarización del voluntariado y despoblación leonesa

Francisco Javier González Rojo
08/06/2021
 Actualizado a 08/06/2021
Cuando aquellos mozos de brazos hebrosos tallados de temprano y curtidos por el sol, los aires y los fríos, marcharon a la ciudad cambiando la casa de los padres por la habitación de una pensión, los callos que endurecían aquellas manos por guantes en la nave industrial o en los andamios que las ablandaron y, más adelante, su sueldo por la deuda de una hipoteca eterna de un piso en el arrabal de la ciudad sin darse cuenta que lo que ganaba de valor su vivienda era lo que perdía aquella que abandonaron, no solo dejaron un pueblo sin sus hijos sino sin el conocimiento generacional, sin la inteligencia tradicional y al sentido común en el olvido. Como con la gestión de los incendios.

A partir de aquellos años sesenta del siglo XX las mismas campanas de los pueblos no volvieron a tocar a fuego, se apagaron. ¡El fuego!, que, entonces, no solo era incendio sino que también fue quema, porque cuando la vecera no era capaz de parar al escobal en la boría no quedaba otra que prenderlo para limpiar la broza y que sí, que si se les iba de las manos, sabían que unfuego se apaga con otro fuego para poder detenerlo.

Habían mamado de rapaces que si ardía una casa o cuadra de la vecindad había que dejar de hacer lo que se estuviere haciendo y acudir voluntarios a sofocarlo sin pensarlo. Aquellas llamas encendían la solidaridad vecinal y quemaban cualquier enemistad, se llevaban el rencor y el odio con el humo. Que si lo que llameaba era el comunal, rápido se mandaba, al menos, a uno de la casa con herramienta apropiada, hacha, pala, azada, como una obligación sin que hiciese falta pasar lista en el quemado. En su genética social se había trasmitido que habría que proteger y cuidar de aquel para su aprovechamiento, que, aunque de todos, era de cada uno de ellos. Conocían de memoria que era anterior la obligación del común a cualquier otro derecho.

Todo eso cambió no solo con su falta sino que con tal disculpa, los políticos, cuando tuvieron la posibilidad, con el dinero de todos que sin control les resulta como si no fuera de nadie y así disponer de ello, comenzaron a buscar votos sustituyendo, ¡para tantas cosas!, aquel voluntariado gratuito por el funcionariado y, de ese modo, colocar, ¡tantas veces!, a militantes, familiares y amigos. Una desastrosa manera de crear una grave disfunción económica cubriendo, ¡cuántas veces!, con costes fijos servicios públicos imprevistos y atemporales. ¡Y no solo eso!, sino que lo que era una obligación moral y social lo convirtieron en exigencias y derechos.

Que no extrañe que con la ocurrencia de alguno de esos siniestros con rescoldos se oigan voces de auxilio y respuestas políticas urgiendo la creación de Parques de Bomberos Provinciales. Se supone que para los incendios urbanos y bien dotados de su correspondiente cuerpo de funcionarios, porque para las llamaradas forestales la Junta de Castilla y León ya lo organiza a su manera y, en cualquier caso, si adquieren una gravedad importante, saldría la UME. No se sabe si para un incendio de vez en cuando, gracias a Dios y a que van quedando cuatro o cinco chimeneas que echan humo en invierno en cada pueblo, haría falta tanta estructura organizativa de gasto público que, aun así, difícilmente llegaría a tiempo.

Según parece sería cosa de la Diputación, que, de aquella, destinaba el mayor porcentaje de sus recursos a la inversión socioeconómica territorial cuando ahora cada vez más los absorben los gastos de personal.

Se ubicarían, ¡cómo no!, con excelente criterio centralista, una de las principales causas de despoblación rural, en las denominadas cabeceras comarcales, como si no fuera más importante la distancia y el tiempo por la dificultad en llegar según la orografía a cada lugar y como si emigrar, para un término de Los Oteros, consista solo en que su gente se vaya para Madrid y no cuando se traslada a León o a Valencia de Don Juan a vivir. Y, ¿cuánto iban a ganar los de Caín o Soto de Sajambre con que los bomberos fueran desde Cistierna y no desde León?

Si se pretende prevenir la despoblación esta no se evita creando puestos de carácter perenne, y menos, para servicios públicos accidentales y puntuales en el tiempo confuncionarios que acabarían residiendo en la ciudad. Ya que los incendios no tienen hora, se deberá trabajar con horarios de turnos, que, a quienes los cubran, bien protegidos sindicalmente y con el sin control político, les permitiría vivir en la capital y no tener que hacerlo donde tienen su ocupación. De ese modo si no están de servicio y viviendo en León, cuando hagan falta, pues como ahora.

Los primeros que irán y han de acudir a la desgracia serán quienes habiten en esos Valles de Valdeón y Sajambre que con lo que realmente ganarían es disponiendo de la maquinaria al lado, sistemas antiincendios como parte del urbanismo y de los medios materiales imprescindibles cuando saltan las llamas y con que se les hubiere entrenado y formado convenientemente en su manejo.

Si se quiere evitar la despoblación el camino es el inverso. Los pueblos, para los incendios, necesitarían inversión en medios materiales de extinción que se ubiquen, si no en cada pueblo, debido a la orografía leonesa y a su peculiar asentamiento poblacional, en el sitio más adecuado de la Comarca Natural y en sistemas antiincendios en los núcleos de población y con la necesaria educación para su utilización. Con la misma idea el mantenimiento del equipamiento debería ser ejecutado por profesionales de la zona con el requerido adiestramiento en la especialidad ayudando a su facturación. Y, puestos a gastar, si no se quiere despoblar vale más capacitar y pagar a voluntarios que tengan su medio de vida y residan en el lugar cuando tengan que actuar, como complemento a sus ingresos que compense la desigualdad de renta disponible respecto al que vive en la ciudad, en gran parte debida al centralismo de los servicios públicos, o, incluso aunque en menor cuantía, con los de esa mal denominada cabecera comarcal, debido al subcentralismo funcionarial.

Sin cocinas que encender ni lumbres que atizar no habrá llamas que apagar.
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