03/04/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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La lista de fobias y filias es infinita. A casi todo, y a todos, podemos odiar, amar, rechazar o apegarnos. La fobia es una aversión obsesiva y compulsiva. La filia, una atracción incontrolada y excesiva. La psicología describe fobias y filias de todo tipo. Son una prueba de que lo irracional forma parte del ser humano. Nadie está libre de estas reacciones impulsivas, que condicionan nuestra vida.

Estamos en época de elecciones, y viene a propósito el reflexionar sobre este fenómeno aplicado a la política. Empiezo reconociendo que todos estamos atrapados por nuestras fobias y filias, aversiones y adhesiones incondicionales. Uno tiende a pensar que está libre de prejuicios, que no se deja arrastrar por factores emocionales a la hora de analizar lo que dicen y hacen los políticos. Yo lo intento, y creo ser bastante objetivo y sensato en mis juicios, pero al mismo tiempo compruebo que no puedo evitar esas reacciones, sobre todo las fobias y manías, por más que procuro controlarlas o justificarlas con argumentos racionales.

Lo cierto es que, por encima de cualquier razonamiento, exposición de hechos o valoración de propuestas, la mayoría reacciona anteponiendo a todo ello sus fobias y filias, simpatías y antipatías.Nuestros juicios políticos acaban dependiendo de algo tan expeditivo como un «me cae bien» o «me cae fatal». Seguramente es algo muy humano, un recurso evolutivo necesario ante lo imprevisible de la conducta de nuestros semejantes.

El problema está en que nunca tenemos acceso directo a las verdaderas intenciones de los demás. Lo más fácil sería fiarnos de la palabra del otro cuando nos manifiesta o explica sus propósitos, pero la experiencia nos dice que nunca hemos de fiarnos de las buenas palabras e intenciones, y menos en política. De palabras y promesas incumplidas están las hemerotecas llenas, y las videotecas, los parlamentos y demás almacenes de la política. Si las palabras no son de fiar, uno necesita orientarse por alguna otra señal, y es aquí donde entran en juego las simpatías y antipatías personales.

Y es aquí donde también intervienen los asesores de imagen, los equipos de comunicación y demás instrumentos de manipulación e ingeniería social. ¿Hasta qué punto son eficaces estas maniobras orquestadas en la oscuridad de los equipos de campaña? Supongamos que de los posibles votantes, un 40% tiene ya decidido su voto en función de fobias y filias bien arraigadas; otro 30% ya ha decidido no votar y el 30% restante todavía no ha decantado su voto. Los primeros, incondicionales, se identifican con los representantes de sus respectivas opciones políticas y sus mensajes. El 30% dudoso, el decisivo, no sabe a quién votar, aunque sí a quién no votar, porque votar es, en primer lugar, no votar a quienes nos caen mal o fatal.

Así que lo decisivo es crear una corriente de atracción y simpatía con el fin de provocar en los dudosos cierta identificación personal. Y aquí intervienen decisivamente esos mensajes breves, simplificados, relacionados con problemas y preocupaciones generales, con miedos y amenazas, pero también con deseos e ilusiones futuras: emigración, Cataluña, autonomías, vivienda, sanidad, paro, terrorismo, inseguridad, turismo, desigualdad... Un terreno complejo y para el que no existen recetas ni soluciones fáciles.

Mi conclusión es que no hay modo de aventurar el resultado de las próximas elecciones, que yo espero depare sorpresas, sobre todo porque no existen líderes lo suficientemente atractivos como para inclinar el flujo de simpatías a su favor de modo mayoritario. Si hablo por mí mismo, he de confesar que mis fobias y antipatías van casi por igual hacia todos los candidatos, así que mi voto va ser por descarte. Llegado a este punto, me dejo llevar por las «fobias estéticas».

Me explico. Soy hipersensible a las «apariencias», me fío mucho de ellas. En esto sigo a mi compatriota Moisés de León, que dijo que todas las cosas de este mundo tienen una parte visible y otra invisible, y que la visible revela la invisible. Así que no puedo con la impostura. Rechazo instintivamente a los que no desprenden naturalidad, armonía entre lo que piensan, dicen, sienten y padecen.

Y por eso me repelen los rostros asimétricos, los ceños fruncidos, las miradas turbias, los ojos opacos, los cuerpos ovoides, los hombros encogidos, los gestos crispados, las voces acartonadas, los andares pomposos, las sonrisas forzadas, los timbres agudos, la fonética flatulenta, las caras de cemento, las melenas encoletadas, los flequillos desflecados, el léxico insulso, la prosodia engolada... Cada uno es hijo de sus fobias.
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