Fin de la Historia

Desde mi ventana solo se ven otras muchas ventanas de familias asomadas a la Historia. Estamos ante un nuevo fin de la Historia, sentencia que regresa de manera cíclica. Lo enunció Hegel con el triunfo de Napoleón y lo popularizó Fukuyama tras la Guerra Fría. Si cada fin de la Historia es un punto de inflexión disruptivo este es el siguiente. Tanto si lo que hoy vivimos es temporal como definitivo, el precedente cambiará para siempre nuestras sociedades.

Aquel sistema democrático liberal de Fukuyama sigue siendo el hegemónico, pero tras siglos de conquista de derechos, este XXI parece empeñado en recorrer un camino inverso para mantener el anhelado espejismo de seguridad que necesitan los países desarrollados. El primer aviso lo marcó el 11-S y la posterior lucha contra el terrorismo internacional yihadista cuyos zarpazos obligaron a un recorte de libertades. Ahora la pandemia supone quizá el resorte definitivo para un nuevo y ayer impensable control de los Estados democráticos sobre sus ciudadanos.

Así, tomando el peligroso referente político de China (de utilidad sanitaria por ser los primeros en sufrir y superar el Covid-19) todo indica que en las próximas semanas se pondrán en marcha nuevas medidas que nos recordarán los pocos futuros distópicos por cumplir. El Gobierno Sánchez amenazó con aislar a los asintomáticos en hoteles y pabellones y con usar la geolocalización móvil para monitorizar desplazamientos. La Junta de Castilla y León lanza el ‘carné de inmunidad’ que portarán quienes hayan pasado la enfermedad y dispondrán de mayor libertad de movimiento. Surge la codiciada casta de inmunes. Para el resto, en la desescalada del confinamiento por tramos de edad durante meses, seguirá cerrada la vida social, las carreteras y los vuelos internacionales.

La Historia permite pesadillas porque, aunque se empeñen en planificarlo, el futuro es una niebla imprevisible. Cada paso atrás, aunque necesario, suele ser definitivo.