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Figuritas de Navidad / 3: El marfil lo aguanta todo

02/01/2022
 Actualizado a 02/01/2022
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Los objetos acumulan invenciones que, cuanto más afamados son, más se retuercen. Veamos tres sobre el Cristo de Carrizo, pieza maestra del arte medieval leonés y del Museo de su provincia.

Cada vez que un paisano con ínfulas guía a un foráneo, lo embelesa con los tópicos del lugar, comme il faut. Uno de esos, modesto pero persistente, habla del destino reciente del Cristo, en ese período brumoso en que los objetos no son lo que fueron y no han llegado a ser aún piezas de Museo. Se sitúa uno ante la obra y afirma: la cabeza del Cristo sirvió de pomo del bastón de un médico, que acabo por traerlo al museo. Una imagen poderosa. Pero no: la cabeza nunca ha estado separada del tronco, aunque una grieta caprichosa del marfil dé alas a la fantasía.

Hace pocos años se publicó en un periódico local a letras grandes y espacio generoso que alguien, por fin, había hallado la cruz perdida de este Cristo (si es que la tuvo, que esa es otra). Por supuesto que el hallador era un novicio genial, de esos que cierta prensa gusta de encumbrar sin mirar, en este caso un informático que, desde su casa, con ayuda de su ratón de ordenador, había dado con la clave del enigma, oh, milagro. La cruz, según el texto periodístico, era también desconocida y le sentaba como un guante al de Carrizo. Ni lo uno ni lo otro. La cruz resultó ser una muy popular de brazos repartidos entre varios museos muy notorios (donde se expone siempre) y el tamaño de la misma era descomunal para nuestro esforzado Cristo: solo un brazo (recordemos, era una cruz griega de brazos iguales) era más largo que todo él. En la pantalla del ordenador basta con mover la rueda para ajustar la foto; la realidad es más tozuda. Nadie, por supuesto, se había tomado la molestia de consultar ni al museo ni a ningún experto. Nadie, por supuesto, se desdijo o rectificó después de la noticia y del supuesto campanazo. Aún hoy hay quien pregunta por la cruz en el Museo ante la mirada un tanto guasona del Cristo.

La última es pequeña y exótica. El año 1993 andábamos montando la nueva sala del Museo en San Marcos, tras varios meses de remodelación, cuando el vigilante se acercó a nosotros y señaló a dos orientales que nos miraban anhelantes desde la puerta. ‘Insisten demasiado’, dijo. Me acerqué y tuve que impedirles se postraran, tal era su interés en ver el Cristo de Carrizo, venían desde lejos solo para eso, contaban. Eran japoneses. Miré hacia dentro, teníamos pocas piezas al aire y estábamos seguros, podían entrar. Estuvieron absortos, pegados al cristal, durante unos quince minutos. Se marcharon sin mediar palabra con discretos y sentidos gestos de gratitud. No sabemos qué contaron estos visitantes lejanos a su regreso, pero uno tiene la impresión de que fue toda la verdad.
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