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Feria del libro y vanidades

14/06/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Es la atracción principal de la feria de las vanidades en Madrid, de las vanidades librescas. El público se deja caer por el Retiro buscando famosos en las casetas. ¿Esa de ahí no es...? ¿no te parece que ese podría ser...? Lo observo desde mi caseta. En una de una editorial de poesía está Leticia Dolera, sola, con sus infinitos ojos azules mirando al infinito. A lo lejos, varios escritores infinitos en el vacío infinito. Qué difícil es vender libros. Porque de las multitudes que cruzan esta avenida, ¿cuántos son realmente lectores o solo vienen a pasear?

Aunque algunos tienen éxito, es decir, cola: Mario Vaquerizo (en fin), Santiago Posteguillo, premio Planeta, Fernando Aramburu, que aún sigue coleando con ese prodigio que es Patria, y Manuel Jabois. Jabois es el misterio. Llegó de una improbable y brumosa Pontevedra y las puertas de Madrid se le abrieron. Hazaña singular.

A Jabois me lo crucé el día anterior en la fiesta de Penguin Random House en los Jardines de Cecilio Rodríguez, los gritos de los pavos reales resonaban en la noche. Allí llegó Loquillo, con su metro noventa y su tupé plateado. También estaba Santiago Roncagliolo y Ray Loriga. Loriga, premio Alfaguara redivivo, gafas Ray Ban de cristales verdes bien caladas en medio de la noche. Él es la encarnación de sus novelas, es su personaje y su autor. También había editores, libreros y periodistas. Alguien hablaba de La Movida. «Sucede que se ha escrito mucho sobre el tema, desde fuera –me dijo–. Pero yo estuve en el Penta, en el alcohol y en las drogas. Iba a la facultad de vez en cuando, el resto era noche. Yo sí que estuve allí». Escribe un libro con ese título le conteté. Y pensé: la feria de las vanidades librescas puede convertirse en una novela. Ya otros escribieron sobre ella con maestría como Truman Capote. Incluso fue objeto de célebres tertulias como la del Hotel Algonquin en Nueva York, donde se despellejaban unos a otros la más refinada intelectualidad de los años 20, Dorothy Parker, Harold Ross –fundador de New Yorker– o Harpo Marx.

Escritores escribiendo maldades sobre otros escritores es un género en sí mismo. Cualquier maledicencia se convierte en ironía punzante en manos de un escritor. Me divierten mucho esas crónicas. Pero jamás las escribiría. Un escritor escribiendo sobre otro escritor puede ser el más cruel, el más dañino, el más perverso. Puede convertirse en un malvado absoluto, en un malvado de novela: en un escritor protagonista de su propia crónica de maldades. Me he perdido, ¿de qué estaba hablando? Ah, de la feria de las vanidades librescas...
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