20/12/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Madrid, calle Hortaleza, medianoche del pasado jueves. Caminaba hacia mi hotel cuando vi una iglesia extrañamente iluminada con cordones de luces led, abierta a esa hora tan insólita, que invitaba a visitar en su interior el llamado ‘Belén de los refugiados’. Entré esperando encontrar uno más de los muchos belenes monumentales que se instalan por toda la geografía española, nunca me cansaré de verlos y de admirar el trabajo que tanta gente emplea en ellos. Imaginaba que en este caso se había hecho con fines benéficos y que, por tanto, se cobraría una entrada.

Pero no se cobraba ninguna entrada, ni tampoco vi ningún belén. Se trataba de una gran iglesia barroca cuyos bancos se habían transformado en camas en las que dormían docenas de personas de las más variadas procedencias y colores de piel. Los carteles anunciaban los horarios del desayuno y la merienda, y una máquina de tabaco había sido reconvertida para expedir, a precios simbólicos, alimentos básicos. En vistosos letreros se indicaba en qué parte del recinto era posible tomar un café, dejar al perro, beber agua fresca, utilizar el baño, o cambiar a un bebé. Todo era gratuito y se llevaba a cabo en perfecta organización y sin apenas ruido, bajo las indicaciones de algunos voluntarios que tenían el aspecto de haber podido ser, en algún momento, beneficiarios de la acogida que allí se prestaba.

El espacio no había sido desacralizado, incluso en una capilla lateral se encontraba expuesto el Santísimo en adoración perpetua, recordaban los carteles que se trataba de un lugar de acogida y a la vez de un templo cristiano, como si una cosa pudiera darse sin la otra, y se da a veces.

Tardé en encontrar por fin el Belén de los refugiados, y en darme cuenta de que el hombre de pelo blanco que estaba sentado junto a él, solo, vigilándolo todo, quizá rezando también, de mirada astuta y sonrisa perpetua, era nada menos que el padre Ángel.

El Belén de los refugiados se limita a una chabola de lata con tres imágenes. María y José están representados por dos refugiados al uso que miran a su hijo. La del Niño Jesús es la figura, perfectamente reconocible y demoledora, de Aylan tumbado boca abajo en aquella playa de Turquía.

La Navidad es exactamente eso: el nacimiento de una esperanza cuando ya se ha perdido toda esperanza, el anuncio de que la muerte va a ser vencida, el trabajo nocturno de un hombre que se resiste a que las Marías y los Josés de hoy sigan sin encontrar posada. Esa, y no otra, es la feliz Navidad que les deseo.
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