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Félix y los ‘neocons’

23/05/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Hay un palacio en la ribera del Manzanares que fue en su origen un conjunto de huertas regadas por un arroyo llamado ‘de Cantarranas’. En ese entorno tan idílico, cuenta la leyenda que la maja desnuda pintada por Goya se corría buenas farras o que en una fuente cercana Machado quedaba con Guiomar para recitarle poemas de amor furtivo.

La zona a la que me estoy refiriendo daría para un centenar de columnas, ya que entre sus árboles se libró una de las últimas y más sangrientas batallas de la Guerra Civil Española.

Fue hogar temporal de la guardia mora, alojamiento efímero de Sadam Husein, Leónidas Trujillo o Richard Nixon, entre otros, y sinónimo de uno de los síndromes más agudos de nuestra joven democracia. Los últimos inquilinos de este complejo levantaron bodeguitas, pistas de pádel y canastas de baloncesto.

Os cuento todo esto, queridos lectores, porque dada la importancia del lugar estoy seguro que algún día los expertos añadirán un capítulo más a la historia de esta finca, el referido al ‘Clan de León’, que gobernó allí casi tres mil días.

Apenas superaba la treintena cuando crucé por primera vez aquella verja y nunca imaginé que pasaría en el citado enclave los dos años y medio más intensos de mi vida laboral.

Recuerdo con nostalgia el primer encargo que recibí, consistente en trasladar casi una tonelada de los mejores ‘Productos de León’, empaquetados con esmero por los alumnos de Pablo Salgado a orillas del pantano de Bárcena, desde el corazón del Bierzo hasta las escaleras del Consejo.

Cumplida aquella misión pensé que mi reinado también sería largo y es ahora cuando me doy cuenta de haber padecido el mencionado síndrome sin apenas enterarme. Tal era mi utópica visión del clan que una tarde, picado por esa curiosidad periodística que a veces me asalta, le pregunté al paisano de Molinaseca, mantenedor de La Obrera y guardián de la fortaleza, cuál había sido el viaje del que mejor recuerdo guardaba entre todos los que hizo acompañando al líder. Félix, que así se llamaba este berciano ilustre, eligió primero la jaima rodeada de camellos que levantó Gadafi para recibirles a las afueras de Trípoli. La segunda mención fue para Akihito y su Palacio Imperial en Tokio, donde, por cierto, un vino español fue la estrella del encuentro, según rememoraba el entrevistado.

La polémica llegó cuando le dije que ambas respuestas, al igual que algunas políticas de aquel gobierno postrero, me parecían más propias de ‘neocons’ que del hijo de un ferroviario. Aunque yo estaba allí para asesorarle no le debió gustar mucho mi comentario, pues al final de aquel año ya no brindé más en el Salón de Tapices y seguro que por ello tampoco pasaré a la historia. Una pena, oigan…
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