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Farsas históricas

13/02/2019
 Actualizado a 16/09/2019
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Corría el Año del Señor de 1465 cuando un grupo de nobles del reino de Castilla, enfrentado a su rey, decide romper los vínculos de lealtad que lo ligaba al monarca. El 5 de junio, al pie de las murallas de la ciudad de Ávila, representarán dicha ruptura, literalmente, pues el hecho se conoce como ‘La farsa de Ávila’. Colocarán un monigote de Enrique IV, a quien pretenden deponer. Le leyeron a la efigie los agravios de los que acusaban al rey y uno a uno le irán quitando los atributos del poder: la corona, como símbolo de la dignidad real, la espada, como símbolo de quien imparte justicia, el bastón de mando, símbolo de gobierno y finalmente, el Conde de Miranda del Castañar, de una patada tirará el muñeco del trono, con el grito de: «¡A tierra puto!». A continuación, proclamarán rey a su medio hermano, el Infante Alfonso.

A diferencia de este pasaje de la historia, ahora no se trata de deponer a nadie ni de poner a otro gobernante en su lugar. Siendo que el personaje en el que estoy pensando, pese a estar de actualidad, lleva años muerto, he recordado otra de estas anécdotas históricas, que por anecdóticas y macabras no dejan de ser ilustrativas. Me refiero al juicio celebrado contra el Papa Formoso. Ya de por sí es poco habitual que se juzgue a un Papa, pero en este caso es que el Papa estaba muerto. Circunstancia esta última que no fue óbice, pues su sucesor, Esteban VI, instigado por Lamberto de Spoleto, ordenó exhumar su cadáver. Estamos en la recién estrenada primavera del año 896. Pese a todas las flores, el cuerpo pútrido, desprende un olor insoportable. Ataviado con todas las vestiduras pontificias, sentado en la silla de Pedro y ante la curia papal es juzgado, lo de menos son los cargos, probablemente inventados, o no. Lo importante es condenarlo. Encontrado culpable, por supuesto, depuesto como Papa, anulando por tanto todos sus nombramientos, se le cortaron los tres dedos de la mano derecha con los que se imparte la bendición, su cuerpo, lo que quedaba de él, fue arrastrado por las calles de Roma, posteriormente quemado y finalmente arrojado al río Tíber. Formoso había muerto apaciblemente en su lecho, considerado casi como un santo. Quién le iba a decir a él…

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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