06/11/2016
 Actualizado a 10/09/2019
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Por circunstancias que no vienen al caso tuve que entrar un día en la sede del Centro Nacional de Inteligencia. Aunque ellos sabían perfectamente quién era yo y yo no tenía ni puta idea de quiénes eran ellos, aunque me miraron hasta las córneas y se quedaron con mi teléfono, caminando por aquellos pasillos de hombres grises me sentí un poco como el Pequeño Nicolás. A todos los que me presentaron les repetí el mismo presunto chiste:«Encantado, Antonio... o como te llames», y aprendí, entre otras cosas, que hacer reír a un espía es incluso más difícil que hacer reír a un gerente. Por circunstancias que no vienen al caso, conozco el contenido de alguno de los millones de expedientes que tendrán en sus archivos, y la verdad es que, convenientemente novelados ahora desde la distancia, podría llegar a tener hasta gracia. Me demostraron su eficiencia y su profesionalidad, su determinación para resolver problemas de los que no llegan a atemorizar a nadie porque nadie se los llega siquiera a imaginar, esa misma profesionalidad con la que ahora estarán leyendo estas líneas: poner CNI en una columna te asegura ya un cierto número de lectores. Precisamente por todo eso, no me sentí más tranquilo. Dicen que la información es poder, pero la sobreinformación se convierte en una dictadura, una victoria segura del emisor del mensaje por confusión en el mejor de los casos y, en la mayoría, por la indiferencia del receptor. De ejemplo puede servir cuánto se ha analizado el nuevo Gobierno de Rajoy (¿tantas ganas había de tener ministros que no lo fueran en funciones?) y hasta qué punto el control del CNI centró las luchas de poder entre las dos enfrentadas damas del culebrón pepero. Por suerte allí tratan asuntos serios, así que no pudo meter su manos el hasta ahora ministro del Interior, que hizo de la información que tuvo a su alcance un arma mediática para sus particulares guerras políticas. Su forma de combinar redadas con titulares ha servido para que todos los aspirantes a algún cargo público tengan claro que hay un expediente esperándoles.Sonará como una palmada en la espalda justo antes de subir al escenario: una cláusula de su hipoteca que no habían contemplado, un desesperado mensaje de amor durante la madrugada, una asistenta que no cotiza o un fontanero que no declara el IVA. Conforme más potencialmente peligroso seas, más crueles serán tus secretos desvelados. Nadie está limpio. Nadie se considera culpable de nada y todos se creen víctimas de oscuros intereses cuando les estalla su propio espejo. Quizá Jorge Fernández Díaz era un visionario con un método que, cuando menos, debería haberlos dejado a todos ellos sin ganas de darnos más lecciones de moralidad, abrir la puerta a una política menos descalificativa, más constructiva, lo que no quiere decir, al contrario de lo que se ha pensado históricamente en este país, una política especulativa o recalificativa. Sería más fácil alcanzar acuerdos que no empezasen por un «y tú más». Pero un simple vistazo a los periódicos, salpicados por la basura que se arrojan unos a otros, deja claro que su método ha fracasado, así que le deseo que en la gloria le tenga por mucho tiempo, y lo más alejado del poder que sea posible, la Virgen a la que tuvo los huevos de condecorar con la medalla al mérito policial.
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