05/04/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Mira que llevo años viviendo en Badajoz (treinta y cinco; toda una vida como quien dice). Pues bien, nunca ha habido manera de que se me pegue la peculiar manera de hablar de sus habitantes, el deje de su hache aspirada. Yo lo achaco al hecho de visitar muy a menudo la ciudad que me vio nacer y en la que disfruto de la amistad de quienes se sorprenden al observar, como si tal cosa, mi lenguaje leonés de siempre, sin un mínimo atisbo de extremeñismo, que sería, al fin y al cabo, lo más lógico al cabo de tantos años de instintivo aprendizaje en esta tierra. Algunos, incluso, llegan a reprocharme –de forma amistosa, eso sí, sin saber muy bien lo que dicen– que no se me note el «acento andaluz de esa tierra».

No utilizan empeños literarios o históricos quienes buscan un símil del dialecto extremeño con el andaluz, ni siquiera –lo que me parece tan importante como el dislate lingüístico– con el del carácter de sus habitantes, pero ahí sí que ya no me atrevo a enlodar este artículo con disquisiciones regionales del que uno puede salir malparado. O, si no, ahora que andamos en cuestiones electorales, ¿qué periodista o político se atreve a decir públicamente que los leoneses son más cultos que los pucelanos, por ejemplo, sin que salten las alarmas de la inquisición territorial?

Pero a lo que iba, Fulgencio, que me esnorté: en lo más hondo de mí siempre tuve a bien que en el oído de mis vecinos badajocenses chirriase la manera de expresarme, la naturalidad con que saludo, por ejemplo, a Maribel, la dueña de la tienda donde compro el pan (Buenos días, digo, mientras me dirijo a recoger la barra), y veo que ella no termina de asimilar esa ‘ese’ final que la desestabiliza, como tratando de preguntarme qué es lo que pretendo revelar con ese final de frase exquisito. Sin embargo el otro día, en vista de la lluvia que se avecinaba procedente de la frontera portuguesa –ahí al lado como quien dice–, solicité de la memoria una frase que no pronuncio hace años, y así la enuncié delante de los clientes que se hallaban en aquel momento en la tienda, más que nada para que vieran que yo también era capaz de ponerme a su altura extremeña: «No amo a mohá».

La frase la aproveché de una de mis novelas. Su protagonista había llegado en metro a la plaza de Castilla madrileña y se dirigía a pie a la Ciudad Deportiva del Real Madrid donde estaba citado para entrenar el primer día de pretemporada, tras haber fichado por el equipo blanco. Había comenzado a llover de forma inesperada en aquellos días calurosos de agosto y se refugió bajo la cornisa que adornaba la entrada de los campos de entrenamiento, junto a la clínica La Paz. Al cabo de la espera, un compañero (según dedujo por la apostura del joven cobrizo que apareció respingando) se colocó a su lado y mientras movía la melena para quitarse de encima el agua de lluvia, murmurótodo de corrido, como una sola palabra: «No amo a mohá». Al protagonista sólo se le ocurrió responder a tal frase inconexa con un tímido asentimiento que dejaba dudas sobre el significado de aquel batiburrillo, mitad árabe, mitad sabe Dios qué.

La historia realista de la novela deja claro que el enunciador de la frase era el extremeño Morgado, un futbolista del Castilla que ascendió al primer equipo, junto con otros dos compañeros, Camacho y Vitoria. Por supuesto, el protagonista no ha dejado de recordar la frase desde entonces y de propagarla si el tiempo lo permite, en la tienda donde compra el pan, como quedó dicho, o en cualquier otro sitio si se barrunta tormenta. Muy cerca de allí, en el bar de Fran donde toma las cañas con los amigos, se atrevió una vez a apropiarse de unos versos de Neruda, que alguno de los presentes no terminaba de precisar y que él, presuntuoso, declamó: «…la misma noche que hace blanquear los mismos árboles, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos».

Imagínense ustedes la cantidad de «eses» que caben en el fragmento del poema del chileno y podrán poner cara a la concurrida clientela extremeña del bar de Fran.
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