14/03/2022
 Actualizado a 14/03/2022
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La tía Erótida no apreciaba a los socialistas utópicos y me miraba con condescendencia cuando yo cogía carrerilla y fantaseaba con un pueblo de iguales en el que cada uno tuviera sus ideas. Un pueblo donde el matachín y el vegano pudieran desarrollar por igual su proyecto de vida, incluso se arreglaran para ir a hacer presas juntos o compartir el agua sin desconfianza. Un pueblo con un reparto de tareas completamente mutualizado y sin especializaciones forzosas. Con un granero y un pajar administrado con justicia y eficiencia para prosperidad de todos. En fin, un vecindario capaz de motivar y dar consuelo a todos sus vecinos. Todo ello, además, alcanzado desde la razón y la concordia kantiana, ni terrores jacobinos ni dictaduras proletarias.

Las brasas de mi soflamas se volvían fría cernada con el fino manto de realidad que las dejaba sin oxígeno en los pocos segundos que se tarda en decir que la mayoría va a gusto en la burra, que más vale pájaro en mano y que cuentos no son cuentas. Vamos, imposible una revolución –y menos una revolución pacífica– sin expectativas. No hay violencia política ni en pueblos colmados ni en pueblos desarrapados, hambrientos, engrilletados y escarniados. Si no hay un agujero en la tapia, el burro recibe los palos y las zanahorias sin menearse por no llevar más y no por no llevar menos.

Por eso las destrucciones y matanzas de sátrapas sádicos y atómicos llevan el dolor a límites nucleares. Porque esas expectativas no hicieran un agujero en su tapia le ha puesto un pie en el cuello a un pueblo soberano.

Ahora no es tiempo de utopía. El agua de ese molino parece haber pasado. Las expectativas no siempre miran al frente, al futuro. Las expectativas son esperanzas de lograr algo y ese algo, como vemos estos días, puede ser seguir moliendo como hasta ahora. Esas esperanzas de alcanzar algo también pueden ser alcanzar el pasado.
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